Capítulo VIII: Mentiras.

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―¿Por qué demonios no la detuviste? —murmuró Martín, Chris lo miraba como si nada de eso le importara.

―Su hija escapó de mi.

―Eres un idiota —Martín se puso de pie y caminó por el despacho—. Ella te drogó tan fácilmente. ¿Al menos sabes cuál era su vuelo?

―Era un vuelo a Europa, tenía una escala en Nueva York —Chris dio la vuelta en la silla giratoria y miró a Martín apoyado en un mueble de vidrio, su mirada estaba clavada en el suelo—. ¿Tiene alguna idea de a donde fue?

―Tengo una... Pero necesito estar seguro para eso —dio un par de pasos a la puerta y salió, la sala de su casa estaba más sola que nunca. Subió las escaleras y entró en una de las habitaciones. Una mujer estaba sentada en un dibal color esmeralda, tenía unos lentes de lectura y sostenía un libro delgado—. ¿A donde podría ir tu hija? —Martín cerró la puerta detrás de él.

―No sé —la mujer no despegó la vista del libro ni un segundo—. Si de verdad la conocieras, sabrías dónde está.

―No estoy para tus estúpidos juegos... —con grandes pasos camino hasta ella, la tomó del brazo haciendo que soltara el libro, sus gafas cayeron al suelo—. Dime en dónde está Amelia —la mujer miró a su esposo aterrorizada, ella mejor que nadie sabía lo que le esperaba; si decidía decirle o no, la golpearía de todas formas

―No te lo haré tan fácil... —contestó con miedo, Martín la tomó más fuerte de los brazos.

―¿A no? —la aventó al suelo—. Tal vez esto te haga cambiar de opinión —bajo las manos a los pantalones y comenzó a desabrocharlos, la mujer se arrastró por el suelo lejos de él. La tomó de los tobillos y la acercó con brusquedad, le abrió las piernas con tal brusquedad y bajó las pantaletas. Comenzó a penetrarla con fuerza. Martín tapó la boca de Elizabeth para ahogar los gritos de dolor.





―¿Esta todo listo Sara? —caminó hasta la mujer de cabello chocolate.

―El señor Rogelio Mendoza llegará mañana por la tarde —le entregó un folder lleno de cartas de recomendación y sus trabajos previos a este.

―Perfecto —Antonio miró a la joven mujer, la tomó por la cintura y la besó tiernamente—. ¿Que haría yo sin ti?

―Tal vez morirías... —respondió divertida, pasó las manos por el cuello de Antonio para sentarse sobre su regazo—. ¿Estás seguro de esto? —Sara sonaba preocupada, ella no sabía de lo que el padre de Antonio era capaz de hacer con tal de conseguir su cometido, pero por lo que había escuchado había hecho muchas cosas malas.

―Confío en él, Mendoza tendrá dos misiones. Investigará en donde esta Amelia, pero a la única persona que le dirá cómo y en donde encontrarla será a mi.

―¿Pero y si tu padre se entera? —contestó Sara nerviosa. Antonio no se había detenido a pensar en eso.

―Esa es una buena pregunta, pero ya no le tengo miedo a mi padre.

―Tal vez tu no, pero ellos sí...

―Tarde o temprano mi padre pagará por el daño que nos a hecho y por lo que le hizo a Amelia...

―¿Qué fue lo que le hizo a Amelia? —Antonio la miró con pena, la abrazó y recargó su barbilla en el hombro de Sara.

―Él nos hizo muchas cosas para hacernos fuertes, pero lo que le hizo a ella no tiene perdón. La lastimó más que a nosotros y la hizo cambiar mucho, ella no siempre fue así —Sara se separo de él—. Cuando éramos pequeños Amelia solía ser muy sonriente, le encantaba reír, tenia una risa muy divertida —Antonio se puso de pie y camino a la ventana—. A veces se escuchaban gritos en el sótano, días después ella estaba sentada al sol con los brazos cubiertos de moretones y vendajes, siempre tenía miedo de estar sola con él...

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