Capítulo LXIV: Si supieras...

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Amelia tomó el arma, se giró bruscamente y le disparó a su padre. Martín abrió los ojos por completo, su mano estaba extendida hacia el frente, con el arma apuntando en su dirección. Su camisa blanca estaba siendo cubierta por una mancha roja, la cual se iba haciendo cada vez más y más grande.

―Ya no necesitamos nada de ti ―murmuró Amelia. Martín cayó de rodillas, Amelia se puso de pie y caminó hasta él, le acarició el rostro con la punta del arma―. Vete al maldito infierno ―abrió la boca de su padre y la introdujo, jaló el gatillo. El cuerpo sin vida de Martín Davalos cayó al suelo en un charco de sangre―. Lleven a Antonio a un hospital, lleven a Sara con él.

―A la orden, ama.

Los hombres desataron a Sara y los escoltaron hasta afuera. Amelia cojeó hasta donde estaba Javier, de la parte de abajo de la silla sacó una navaja con la que cortó sus ataduras. Volvió hacia el cuerpo de Chris, se sentó junto a él, le alzó la cabeza y lo recostó sobre su regazo.

―Te llevaran a tu casa ―murmuró Amelia sin mirarlo.

―¿Que mierda...?

―Javier, si dices algo de lo que pasó aquí... Si dices una pequeña cosa tendremos que tomar medidas drásticas.

―¿Como matarme? ―refunfuñó.

―No, no sería capaz de hacer algo como eso.

―Acabas de matar a tu propio padre.

―Javier, vete y olvídanos. Es lo mejor que puedes hacer.


Javier fue llevado por la fuerza a su casa, se pidió que lo que había visto lo mantuviera oculto. Antonio fue llevado al hospital y se le brindo la ayuda necesaria, en cuanto a Sara, ella estuvo con él en todo momento. Amelia se había quedado sola en esa casa junto con dos cadáveres.

El de su padre había sido trasladado a otro lugar para que se viera como un suicidio, mientras que el de Chris fue cremado y guardado en una pequeña caja de madera, depositado en una de las criptas de la familia cuando estuvieron de vuelta en México.




Los días pasaron, las noches habían sido difíciles de pasar debido a las inmensas pesadillas que lo abatían, pero por alguna extraña razón, esa noche había descansado como nunca antes lo había hecho. El día era gris por la nubes que cubrían el cielo e impedían el paso de los rayos del sol. Deambulando por aquel enorme parque, ese al que alguna vez llevó a Amelia en la noche, su primera cita, la primera de tantas. Sentado a la sombra del mismo árbol, observando a las personas y parejas pasar. Por unos cuantos días había tenido todo lo que siempre deseo: una familia, pero así como llegó, se fue. Ella le había pedido que los olvidara pero, ¿como podría? Después de todo era su hijo y la mujer que había amado por un par de años y a la que le había escritos algunas canciones.

Por otra parte, los Davalos habían vuelto a la vida pública, Antonio se había hecho cargo de la compañía de su padre, Tadeo había recuperado su vida y Amelia seguía como podía. "Se feliz" le había dicho él, pero tenía miedo del rechazo que podría sufrir. 

Amelia detuvo la música que se reproducía, caminó hasta la habitación de su hijo y lo observó dormir desde lejos. Extrañaba tanto los cálidos abrazos de Chris, sus besos al amanecer y aquella mirada descuidada y llena de confusión, o eso era lo que ella quería creer. Ella mejor que nadie sabía que no eran sus acciones, un solo nombre daba vueltas en su cabeza.

―Si tan solo supieras lo mucho que me haces falta ―susurró. Contuvo sus lágrimas y caminó hacia la cuna del niño―. Si supieras lo mucho que te extraño...

Si supieras...Donde viven las historias. Descúbrelo ahora