Capítulo III: Vecinos

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La mañana iba tranquila, Amelia se sentía mal, no llevaba ni una semana allí y ya tenía un enemigo, dejó el cigarrillo en cenicero y bebió de su taza. Las ventanas de la casa de al lado de habían abierto, las cortinas volaban hacia afuera y entre ellas un hombre salió estirando sus manos hacía arriba como si quisiera tocar el cielo, prendió un cigarrillo y se sentó en el balcón.

Amelia se quedó en silencio mirando hacia el frente, volvió a tomar su cigarrillo y se lo llevó a los labios. 

―No ―escuchó decir a un lado― ...Estoy bien... ―trató de no mirar―. Vanessa, por favor... ―su voz se quebró, pero él trató de hacerse el fuerte―l Solo olvídalo, ya no importa, ya se terminó ―se alejó el celular del oído y lo dejó sobre sus piernas. Amelia sintió que una pesada mirada pasaba sobre ella―. ¿Ahora escuchas conversaciones privadas?

―El aire es libre mira ―Amelia se hizo hacia enfrente y comenzó a mover las manos de un lado a otro como si tratara de agarrar algo― ¿Ves? ―una sonrisa se dibujó en su rostro― Te daré un consejo ―Amelia tomó la silla y la giró para quedar viendo hacia el otro lado, se volvió a sentar y tomó su café― . No dejes que algo tan tonto te haga sentir como un...

―¿Idiota, estúpido? ―le interrumpió.

―Iba a decir tonto ―Amelia sonrió y después su rostro se puso serio―. Lamento lo que dije ayer ―Javier la miró confundido―, el haberte dicho que te morirás solo, virgen y amargado... ―la chica dejó la taza sobre la mesa y tomó un nuevo cigarrillo junto con un encendedor― puede que mueras solo virgen ―se llevó el cigarrillo a los labio y lo encendió, inhalo el humo y después lo soltó. Los dos se quedaron en silencio, Javier se había puesto sus gafas y recién había iniciado su segundo cigarro

―¿Qué te pasó en las piernas? ―Amelia lo miró apenada y sorprendida, bajó la vista hasta ellas y pasó sus dedos por las cicatrices que había en ellas.

―Es algo que no suelo contar mucho... ―ella deseó que no la hubiera escuchado.

―Es simple curiosidad...

―Te lo diré cuando tenga la suficiente confianza, que eso pasará, no sé... ¿Cinco años? ―tomó la taza y se puso de pie, sacó el cigarrillo de sus labios  y caminó hasta el barandal―. La verdad es que no suelo confiar en muchas personas  y menos en los que me tiran batidos encima ―se dio media vuelta y sintió cómo la mirada de Javier seguía sobre ella.

Volvió a su habitación y se quitó la sudadera que tenía puesta dejando a la vista un top color negro y su ropa interior de encaje, se recostó sobre su cama, pasó las manos por las piernas marcando cada línea y unas cuantas lágrimas salieron de sus ojos. Su celular comenzó a sonar, ella se sentó sobre la cama y buscó su celular.

―Maldición ―miró hacia la mesita y corrió hasta ella. Tomó el celular y contestó al mismo tiempo que se aventaba de nuevo a la mullida cama―. ¿Sí?

¿Señorita Alondra Islas? ―preguntó una voz ronca.

Si, esa soy yo... ―se sentó de golpe―. ¿Que sucede? ―pasó su muñeca por sus mejillas tratando de secar las lágrimas.

El señor Secada quiere verla hoy en la oficina ―ordenó la anciana. Amelia se levantó de la cama e inconscientemente volvió a salir al balcón―. La espera a las 3 en punto.

¿Que? ―alejó el celular de ella y vio la hora. 12:30―. Claro allí estaré...

Y no llegue tarde ―respondió a regañadientes.

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