Capítulo XVI: El peso del alma

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Era otoño, las hojas de los árboles cubrían el camino; los coches al pasar las alzaban formando pequeños remolinos, una gran casa se veía al frente. El auto avanzaba con velocidad; llegaron un gran portón que en la parte de arriba tenía un escudo con un león y una gacela, las puertas se abrieron para dejar entrar al automóvil negro. Rodearon una fuente y el auto se detuvo frente a las puertas de madera, un hombre con traje negro, camisa blanca y moño atado al cuello le abrió la puerta y un hombre alto salió. El mayordomo le tendió la mano a una mujer de cabellos oscuros y piel pálida.

―Bienvenido, amo Davalos dijo con formalidad. El hombre no dijo nada, ni siquiera se detuvo a esperar por su esposa―. Bienvenida, ama Davalos...

―Te he dicho mil veces que mi nombre es Elizabeth, Arturo, no me gusta que me llames así...

―Lo siento, ama hizo una reverencia, soltó la suave mano de la mujer y esta subió las escaleras detrás de su esposo―. Niña Davalos tomó la pálida mano de la chica y la ayudó a bajar; su pronunciada cabellera se revolvió con el viento y se pegó a su rostro.

―Gracias... murmuró, Arturo la miró preocupado. Su semblante no era el mismo.

―¿Se encuentra bien?

―¡Amelia! gritó una voz grave desde la casa―. ¡Ven ahora mismo.

―Con permiso Amelia se soltó de la mano de Arturo y subió lentamente las escaleras, entró a la casa. Ya había olvidado lo lúgubre que era, las paredes eran de un color café muerto, los muebles era tipo coloniales al igual que la demás decoración. Caminó a la izquierda, hacia el despacho de su padre, tocó a la puerta y este le indicó que entrara.

―Cierra la puerta murmuró, Amelia dio un fuerte golpe al cerrarla tras de ella, Martín Davalos, la miró molesto. Le indicó que se sentara en una de las sillas del frente, pero Amelia se quedó recargada en un mueble―. Sigo sorprendiéndome por lo necia que eres.

―Padre, yo...

―Cállate golpeó con el puño cerrado sobre el escritorio―. Eres una vergüenza, no puedo creer que seas mi hija. ¿Por qué no puedes ser como las demás?

―¿Como las demás?

―Sabes a lo que me refiero.

―Oh... se separó y dio pasos lentos hasta él―. Tú quieres que sea una estúpida niña sumisa, que acepte todo lo que un déspota como tú le ordene. Que use esos estúpidos vestidos, zapatos y me pinte como una prostituta, tu quieres a una hija que busque a un hombre que la haga menos, que la golpee así como lo haces con mamá, que me usen a su antojo y que abusen de mí cuando quieran Amelia golpeó con las palmas sobre el escritorio―.Tu lo que quieres es a una marioneta. No una hija con un fuerte movimiento Martín Davalos se acercó a ella, le dio un puñetazo en el rostro haciendo que ella cayera hacia atrás, ella se arrastró por el piso hacia la puerta, la tomó del tobillo enterrando sus gruesos dedos. La arrastró de nuevo a ella y enterró el abrecartas en una de sus piernas, en otra hizo algunos cortes―. ¡Mamá! gritó esperanzada. Miró al sujeto arriba de ella, su rostro estaba rojo, metió la filosa hoja debajo de su blusa y la rompió, tal como hizo con la parte baja de su ropa.

―¡Amelia! gritó el hombre, la tomó de los brazos y la comenzó a penetrar bruscamente.

¡No! gritó entre el llanto―. ¡Basta!

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