Capítulo 27

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-¡Emiliano ya basta! -gritó Irina, la mujer que decía ser mi madre

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-¡Emiliano ya basta! -gritó Irina, la mujer que decía ser mi madre. Cerré los ojos soportando como el hombre pegaba el látigo en mi espalda.

-¡Este hijo de puta tiene que entender que el único que manda aquí soy yo! ¡Yo maldita sea! -y gruñí cuando el cuero impactó de nuevo en mi espalda abierta y llena de cortadas.

-¡Es tu hijo, Emiliano, no puedes matarlo! -la rubia mujer me miró a los ojos al momento que se arrodillaba a mi lado, mi espaldalda ardía, pero temí que le fuera a golpear a ella.

-Déjame. -murmuré girando la mirada. Escuché su fuerte gritó y luego como el dolor en mi cuerpo explotaba al punto de no poder soportar mi propio peso y caer contra el piso, sentía el líquido correr por mi espalda, y mis vaqueros manchados en sangre.

-Este cabron no es mi hijo. Anda con papito Maxi a llorar, maricon. -una lágrima de impotencia salió de mi rostro. Irina tocaba mi espalda con sumo cuidado, detallando cada cortada. Su corte ardía, no quería que me tocara, por su culpa estaba aquí.

—¡Ya Emiliano, déjalo ir! —gritó entre llantos la mujer, no la miré, no podía. La rata solo rió y escuché cuando dejó caer el látigo en el suelo, silbó y unos de sus hombres entraron a la habitación.

—Saquen la basura. —entre empujones los hombres me levantaron, mi espalda ardía y ellos estaban siendo rústicos y rudos. Mi mirada fue al suelo, maldecía el día en el que ellos me habían concebido.

Levanté la mirada y los miré con mucho odio, el odio contenido de todos estos años. Había sido un niño, y por derecho Irina había pedido los fines de semana conmigo cuando Alessandra me cuidaba toda la semana. Los fines de semanas eran los más temidos para mí, un joven de mi edad los habría amado, pero yo los aborrecía.

—Espero y se pudran en el infierno. —escupí las palabras, los hombres me sacaron de la habitación y escuché el llanto de Irina seguirme.

—Fabrizzio, hijo, te juro que no sabía que él vendría estaba en un viaje de negocios. Perdóname, te lo ruego. —no la miré, mientras los hombres me dejaban en el piso tuve que sostenerme de la pared para no caer, no podía mantenerme en pie.

—Solo préstame tu celular, necesito llamar a Maximiliano. —murmuré como pude. Escuché su sollozo ahogado.

—Puedo llevarte al hospital... —gruñí.

—¡¿Me puedes o no prestar tu celular Irina?! —rugí. Ella retrocedió y de su bolsillo trasero sacó un celular rosado, rodé los ojos antes las incrustaciones de diamantes en él.

Me asqueaba saber de dónde salía este dinero.

Marqué el número que me sabía de memoria, siempre que pasaba algo así: Max.

—¿Diga?

—Max, soy yo, Fabrizzio. Puedes...

—Ya voy para allá, ¿Estás muy herido?

El VendavalDonde viven las historias. Descúbrelo ahora