Capítulo veintidos.

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22.
Alexa.

Toco el piano.

Y a mi lado, sentado en la esquina de la banca, hay un hombre de cabello claro que hace menos de dos minutos me aseguro que aquí todo sería fácil. Él mira la lona, hay dos niños peleando en ella, pero no se golpean, no hay sangre ni llanto, solo empujones entre risa y risa. Y yo sigo tocando, toco para olvidar el deseo que se encendió en mí. Un deseo por Simon.

No se me es necesario mirar las teclas, las conozco bien, las conozco desde que tengo uso de memoria. No hubo muñecas, ni casitas en el árbol, mucho menos tardes en las que saliera a jugar con más niñas. Desde que mamá murió todo se volvió sombra.

No había permiso para salir. Solo para tocar, para ir a conciertos.

«Prometí a tu madre cuidarte, le dije que nunca te dejaría sola, que siempre te llevaría por un buen camino.»

No siento ganas de llorar, no hay presión en mi pecho, no lo odio, ni siento que lo amo, es mi papá, él me dio la vida, y él mismo poco a poco me la quitaba.

No sé si este sea mi mejor camino.

No sé si esta fue mi mejor decisión.

Dejo de tocar y salgo de trance en el que me encontraba, vuelvo a la tierra de golpe, y hay risas y mormullos, y hay cientos de personas a nuestro alrededor; tomándose fotografías, firmando camisas, conversando entre sí, también se escuchan golpes, y cientos de pasos.

—Terminaran haciéndose daño si no los separan —Simon me da la espalda, pero sé que se dirige a mí.

—Son niños, no saben lo que hacen —los músculos en su espalda se tensan, miro sobre su hombro, y uno de los niños a caído de rodillas al suelo.

Simon se levanta, como intentando llegar al niño, pero al parecer su padre llega primero y lo salva.

No pasa nada, quiero decirle, pero todo es incómodo, todo se ha convertido totalmente incómodo.

—Deberíamos volver al hotel —me mira, hay algo en él, algo que me inquieta.

—Claro.

El taxista nos deja frente el hotel, se despide tocando el claxon. Hace frío, y una brisa brusca me roza el rostro, tirito de frio, no me haría mal un abrigo en estos momentos.

El cielo es oscuro, no hay estrellas en esta noche, solo un cielo negro, señal de que el inverno ya está aquí.

—Deberíamos entrar —dice.

Tomo a Simon por la camisa. Se detiene en el instante en que mis manos halan de la tela, me mira, mira mi agarre, mira la entrada al hotel, y cuando vuelve a mirarme trae consigo el peso del mundo, no entiende por qué lo detengo, ni yo.

—Va a nevar —le digo.

—Por eso debemos entrar —repite.

—Nunca he visto la nieve.

«Me siento sola» quiero gritar. Le quiero decir que lo quiero a mi lado, abrazándome, aunque sea por un maldito segundo, quiero que le valga un comino todo lo que le dije en su habitación, que olvide lo de dejarlo, lo de tratarnos como adultos, quiero que me bese.

Maldita sea, no quiero enamorarme de Simon. No quiero que eso suceda. Tiene el corazón roto, lo ha dicho Nathan, y quién soy yo para reparárselo.

Debe notar la desesperación en el largo silencio que se filtra entre nosotros, pero no hace ni dice nada. Solo se queda ahí, parado en la banqueta, conmigo tomándolo de la camisa.

La melodía del luchador.✅Donde viven las historias. Descúbrelo ahora