Capítulo dieciocho.

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18.
Simon.

—¡No debiste acercarte a ella!

Aaron llenó una taza de café, me imagine que era la segunda que tomaba.

—No te entiendo Simon, lo habías hablado, ayer casi me golpeas para dejarlo claro —negó varias veces—. Nunca en mi vida volvería a traer una chica a casa mientras tú sigas viviendo aquí —repite mis palabras, y cada vez que su voz avanza mi pecho se oprime.

Nunca desee odiar a una persona. Veía lo mal que se la pasaban las personas que más amo en mi vida por culpa de Aaron. Encontré a mi madre llorando varias veces en la entrada de su habitación, culpándose por todo lo que le sucedía a su hijo, la vi golpearse el pecho en las noches pidiendo que Aaron regresara sano y salvo de donde fuera que estaba. Vi a mi padre tomarse más de dos cajas de cervezas mientras miraba la televisión, vi a mi familia convertirse en personas presas de la angustia y dolor, todo por el hombre que hoy sonreía como si nada hubiera pasado.

Y eso me pudría el alma, sus gestos de tranquilidad me tomaban por el pecho y me estrujaban el corazón, me quitaban el poco aire que recuperaba y me mataban poco a poco.

Era tan irónica la vida. El hombre que antes se arrastraba por los suelos con el rostro lleno de sangre, con sus mejillas raspadas y con su cuerpo hecho mierda... Hoy él me restregaba en la cara su puta felicidad. ¡La felicidad que consiguió a costillas mías! La felicidad que debió ser mía desde un principio hoy él la disfrutaba.

—No puedo decir que eres un hijo de puta, porque lamentablemente a mi madre le toco tenerte como hijo —me acerque a él— y ni creas que una ropa de marca, pulcra y de buena tela te quitarán la mugre que eres.

No me di cuenta cuando mi mano se enredó en su camisa, halando de él con toda mi fuerza.

—Si todo esto es por ella —una voz tan tranquila que me aniquilaba poco a poco— si todo esto es por la mujer con la que me voy a casar...

—Te salve el trasero tantas veces y hoy no recuerdas nada —tenía unas ganas inmensas de llorar.

De arrojarme sobre él y golpearlo, golpearlo hasta que el dolor en mi pecho se desvaneciera.

—No te engañes Simon. Nada de estos es por las veces que me ayudaste, y si fuera por eso, si fuera por eso te pido perdón, por todo lo que he hecho —subió su mano y tocó mi cicatriz—. Pero tú sabes que todo esto es por ella, y solo me queda una cosa que decir: Ella nunca te hubiera dejado, sin en verdad te amaba.

Me separe de golpe, mi cuerpo se tambaleó hasta el pasillo. Mis manos sudaban y estaba frías, no podía controlar el subidón de adrenalina que me dio la conversación. Llegue a la puerta de mi habitación, respirando entrecortadamente, con los cabellos pegados a mi frente por el sudor.

Entre las palabras de Aaron que resonaban en mi cabeza, que me condenaban «Nunca te hubiera dejado, si en verdad te amaba» nunca me amó, siempre me mintió, solo me usó para llegar a mi hermano, me usó y me botó como a un juguete viejo después de obtener todo lo que quería de mí.

Alexa abrió la puerta, su rostro fue una expresión entre asombro y compasión, tal vez asombrada por verme llorar o por tenerme como un niño perdido frente a la puerta.

—Simon... —tocó mi rostro y me ayudó a entrar.

Me volvería el malo de la historia por hacerlo, pero encontré en Alexa una paz y tranquilidad que me hacía sentir bien, y odiaba eso, lo odiaba porque sabía que comenzaría a depender de ella.

Alexa no podía gustarme. No podía, podía atraerme, no gustarme, yo no podía enamorarme, no de ella.

—Simon ¿todo bien? —la mire tan fijamente.

Toque su rostro, ella cerró sus ojos, yo aún lloraba, lloraba de la furia, de la adrenalina. Ella se quedó inmóvil ante mi tacto, con mi pulgar recorrí su rostro, y caí en sus labios. Ayer había recibido tanta tranquilidad al besarla.

Así que la besé nuevamente.

Su rostro era tan pequeño entre mis manos, tenerle cerca me hacía sentir de una manera tan relajante, tan tranquila. Me hacía querer quedarme así para toda la vida, porque alejarme de sus labios me hacía recordar que tenía problemas... problemas con mi hermano, problemas no solo con él, sino con todos; con mi padre, con mi madre, con ella. Con la chica que tan loco me volvió y eso me hacía sentir que estoy ilusionando a Alexa, porque yo la besaba, y tal vez ella se ilusionaba, pero su cuerpo, sus manos en mis hombros, sus labios en los míos, su lengua tocando y explorando... Todo eso me hacía perderme, me hacía querer más, pero eso me volvía malo, porque así me hacía verlo el mundo, me hacía parecer el malo de la historia.

Yo no quería nada serio con Alexa, la chica era atractiva, pero... algo en mí, algo en mi pecho me impedía quererla como a una mujer, y era imposible sacarlo de mi mente, era imposible dejar de besarla, porque sabía que si lo hacía, que si dejaba de besarla mis nervios saldría a flote. Mis manos sudarían, sentiría mi cuerpo gélido, no respiraría.

Comenzaba a ser ella mi punto débil, el punto débil de mi tranquilidad, y eso me confundía, me volvía loco de todas maneras.

—Simon... —me alejó.

Sus mejillas estaban rojas.

—Te llevare a tu casa —mi voz sonó entrecortada, tomando espacio entre el intento de Alexa para recuperar aire.

—Yo... —retrocedió unos pasos— ¿Estás bien?

Aparte la mirada, no estaba Will por ninguna parte.

—No tengo auto, así que, iré por Will y te llevaremos hasta el bar, está a unas cuadras.

Will caminaba despacio por la banqueta, Alexa venía a mi lado, con sus manos metidas en los bolsillos de mi sudadera. No cruzamos palabra desde que salimos de casa, agradecí no ver a Aaron, eso me mantenía un poco tranquilo.

Pero la tensión que se había forjado entre Alexa y yo me hacía ponerme nervioso.

—Falta poco para el campeonato —era tanto el frío que mi aliento era visible.

—¿No te asusta?

Nos detuvimos porque Will olía basura.

—¿Asustarme qué? —sus mejillas aún se encontraban teñidas de rojo, y su cabello se ondeaba conforme pasaba el viento.

—¿No te asusta que un día te golpeen tan fuerte y quedes inconsciente? —subió la cremallera de mi abrigo hasta la altura de su barbilla.

Parecía una muñeca, con sus labios rosados, las facciones de su rostro delicadas, tan delicadas que parecía romperse si la tocabas.

—No es el golpe el que te deja mal —seguimos el camino— es la caída. Si caes mal puedes quedar inconsciente.

—¿Y aun así no te asusta?

—Aun así, no me asusta.

Cuando dejé a Alexa en la puerta del bar, vi como ella se apiadaba de mí, vi como inspeccionaba cada una de las heridas de mi rostro, y se reflejó en su mirada la pena que sentía por mí.

La melodía del luchador.✅Donde viven las historias. Descúbrelo ahora