Hay líneas que no queremos decir, por miedo, a que pasen.
Líneas que deseamos que no hubieran salido de la boca de alguien. O de la nuestra.
Palabras que juntas forman un huracán destructible. Un desastre bonito. Para algunos.
Existen palabras que se te agarran a la garganta y no quieren salir. Porque saben que haran daño.
Se han memorizado de sobras su preinscripción de un medicamento desaconsejable.
Y aunque eres consciente.
Las sueltas. Sueltas esas líneas como si dejarás libre a la paloma de la paz. Solo que trae un mensaje de guerra.
Y me pregunto durante cuanto tiempo lo estuviste pensando. Des de cuando tenías planeado semejante homicidio. Una escondida arma blanca.
Hay líneas que no queremos decir, por miedo, a que acaben.
Con todo. De un soplo.
Y que ni la casa de ladrillos pueda aguantar. Quedar en pie.
Palabras que se usan para acabar un cuento. Una pausa entre escenas que no se retoma.
Así sin verlo. El actor se ha torcido el tobillo.
Baja el telón.
Aplausos.
La sonrisa del niño que se quedó encerrado en el ascensor.
Y que no gritó. Porque le pareció innecesario tener que hacerlo.
Líneas que te cortan el aire, en un segundo.
Líneas que cierran los ojos esperando al Coco.
Líneas que destrozan en dos mitades tu corazón. Y dejan una parte más grande.
Líneas que te empujan al vacío, de cabeza. Sin freno de mano.
Líneas que no querías decir.
Y supongo que fue por eso que apareció en mi puerta una carta vacía un día de verano. Una que dejaba escrito entre líneas lo que no querías decir. Entonces me pareció el día más frío del año.