Capítulo 35

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En el bar de Dionisio todos los asistentes estaban un poco decaídos al saber que sus apuestas sobre los chicos de las familias Jackson y Chase habían finalizado.

Ya no podrían decidir quién sería el vencedor en una pelea, o quién fastidiaría más al otro en alguno de los actos públicos de la comunidad. Ya no habría más pizarras con anotaciones ridículas ni botes repletos a repartir entre algunos. Ninguna ronda correría por cuenta de la casa cuando hubiera empate y no podrían meterse con el Tío Rick diciéndole que se dedicara a echar las cartas en la televisión cuando ganara varias veces seguidas. Ya no habría tardes alocadas donde recordaran con cariño las viejas hazañas mientras intentaban averiguar cuáles serían las nuevas.

Esa mañana Will Chase había entrado deprimido al local y, entre trago y trago de una infusión especial que hacía Dionisio para remediar la resaca, había relatado cómo fue la pedida de mano de su hermana y su respuesta: un rotundo sí que había dejado a Percy Jackson destrozado y dándose a la bebida, lo cual explicaba la resaca del demonio que traía Will encima cuando cruzó la puerta del establecimiento.

Tras pagar las apuestas a los ganadores, Dionisio borró la pizarra algo deprimida, pues le gustaba pensar que Annabeth se casaría alguna vez con Peter Johnson y que tendrían unos preciosos diablillos que darían tanta guerra como ellos.

«En fin —pensó aburrido mientras limpiaba las mesas—, la vida es así, cuando menos te lo esperas aparece al fin tu príncipe azul»

Aunque éste, para su gusto, era un poco estirado. ¡Ay, cuánto se habría divertido todo el pueblo viendo el día a día en la vida de esos dos! Cuando Percy olvidara un aniversario, o cuando Doña Perfecta colmara la paciencia del Salvaje; o cuando él se pusiera nervioso como hacían todos al tener su primer hijo, o cuando a éste lo educaran con ideas tan distintas como tenían ambos... Los niños podrían haberse parecido al Salvaje y las niñas, a Annabeth, o al revés, y siempre los hubieran hecho reír como lo hacían sus padres.

Pero ahora Annabeth se casaría con Logan Wade Lerman Goldman III y tendrían hijos perfectos e impecables que nunca darían una voz más alta que otra y que siempre guardarían la compostura.

Todos los parroquianos suspiraban aburridos esa tarde cuando la puerta del bar se abrió con violencia dando paso a un Percy Jackson de lo más salvaje que nunca hubieran visto en la vida: sus pelos estaban revueltos y sus ropas, tremendamente arrugadas.

Se sentó en la barra algo impaciente y, cuando el Señor D se dirigió a tomarle nota, preguntó.

—¿Y la pizarra y las apuestas? ¿Dónde están?

Dionisio lo miró confundido, preguntándose quién sería el chivato que había soltado la lengua sobre las apuestas. —No sé de qué me hablas — contestó intentando aparentar inocencia.

—¡Vamos, Dionisio, enséñamela! Will me lo contó todo ayer en medio de nuestra borrachera.

—No sé para qué quieres que te la enseñe ahora. Está vacía —comentó Dionisio despreocupadamente mientras sacaba la pizarra de la cocina ante la insistencia del Salvaje.

—Es una pizarra muy grande — señaló Percy mientras la observaba.

—Es que apostaba todo el pueblo.

—Excepto Annabeth y yo, ¿verdad?

—Siempre hemos procurado mantenerlo en secreto, no queríamos que os sintierais ofendidos ante una sana diversión.

—Ya veréis la que va a formar Annabeth cuando se entere —sonrió Percy divertido a todos los clientes.

—Intentaremos que no se entere, ya sabes lo delicada que es...

—Sí, tanto como un puercoespín. Pero guarda la pizarra a buen recaudo porque esta vez Annabeth se va a enterar de las apuestas.

—¿Por qué? ¿Es que sospecha algo? —quiso saber Dionisio, preocupada.

—No, se va a enterar porque esta vez yo voy a hacer una apuesta.

—Percy, ¡Tú no puedes hacer una apuesta si estás relacionado con ella! Espera ... ¡Qué te juegas! —retó mientras se dirigía hacia la pizarra y apuntaba algo en ella. Luego puso un cheque en la barra y sin decir nada más se marchó dejando a todos intrigados y muy confusos con su comportamiento.

Los parroquianos que se hallaban en ese momento en el bar corrieron entre empujones hacia la pizarra. Rick Riordan, que como siempre fue el primero en llegar, leyó en voz alta para que todos oyeran lo que Percy había escrito en ella.

«¿Se celebrará la boda de Annabeth Chase con Don Perfecto?»

Era la frase principal que daba paso a la apuesta, donde la pizarra había sido dividida en dos mitades: en una se leía claramente «Sí» y, en el otro lado, «No».

—Percy apuesta que no — confirmó Rick a todos los presentes.

—¿Y cuánto dinero apuesta, Dionisio? — preguntó un jugador, curioso.

El señor D levantó el cheque de la barra del bar, lo abrió despacio y lo observó asombrada mientras contestaba a sus amigos y vecinos.

—¡Percy Jackson apuesta veinte mil dólares!

Todo el bar guardó silencio sorprendido durante unos segundos. Después se abrieron las apuestas y esta vez no favorecían para nada a Don Perfecto, porque, si el Salvaje se atrevía a jugar tanto dinero a una simple apuesta, era más que seguro que planeaba algo.

My Perfect GuyDonde viven las historias. Descúbrelo ahora