Raices

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Sus bocas se enfrascaron en una lucha desesperada por acabar el uno con el otro. Los dedos de él destrozaron el vestido simplon y liviano de la muchacha. Bajó sus mangas hasta que la tela cayó al suelo y engulló el busto respingón como el depredador que era.
Los gemidos de la joven hicieron hincapié en la actitud exigente del hombre que aventajado por la falta de resistencia de su amante no tuvo más remedio que sostener el cuerpo de la joven contra el mármol del vestíbulo.
La chica besaba el cuello del hombre mayor mientras raspaba sus suaves mejillas contra la barba incipiente del  que la envolvía con tanta desesperación.

De una sola estocada se hundió en el cuerpo de ella. La pelirroja no tuvo más remedio que gritar ante la
Brusquedad del asalto.
Los labios de ella se apretaron los unos con los otros hasta casi sacarse sangre, los gruñidos y gemidos de él fueron el aliciente suficiente para que la joven subiera y bajara con facilidad al ritmo de las embestidas de su amante.

Lágrimas cayeron de sus mejillas y un coro de gemidos acelerados y respiraciones trabajosas dieron por terminado la pasión desenfrenada de aquellos dos.

El hombre no tuvo más remedio que bajar a la chica, subirse el pantalón y abrocharse la camisa.
La de los ojos verdes lo miro con expresión divertida y coqueta. Le quito la camisa antes de que él terminara de vestirse y la utilizo para cubrir su propia desnudez.

Se besaron largamente hasta que las respiraciones de ambos obligaron a la separación.

—Creo que voy a prepararme algo de comer—Dijo la mujer mientras se alejaba hacia la cocina.

Pudo escuchar la risa ronca de su marido en dirección a ella.

—Son las dos de la madrugada ¿Donde metes tanta comida?

Cassandra negó con la cabeza mientras pervertía ese último comentario.

—Vamos a la cama. Terminemos la noche como solo Dios manda.

La mano de Silas jaló contra ella mientras se disponía a cargarla.

—Es usted insaciable. ¿No debo recordarle lo que acabamos de hacer y porque nos fuimos tan pronto de la fiesta de Sebastián?

Silas torció los ojos. Seguía siendo igual de celoso que hacía ya cinco años.

—Ya consiguió que me casara con usted ¿Todavía cree que tengo deseos de escaparme?

—Contigo no se sabe niña.

La chica rió mientras ponía la carne en el sartén.

—Ya no soy una niña.

Era verdad. No había rastro de la escuálida joven con aires de revolucionaria en esa imagen tan crecida de Cassandra.

Había alcanzado el metro setenta y cinco de estatura y había más masa y sonrojo en sus mejillas desde la última vez que había tenido el accidente.

Silas y Cassandra se habían mudado a una casa a las afueras de la ciudad  cuando ella había cumplido los veintiún años.
La joven Cassandra había empezado a estudiar con algo del dinero legado por su padre. E inmediatamente después de graduarse se había decidido por convertirse en la beneficiaria de cientos de organizaciones sin fines de lucro en todo Londres. Desde centros de acopio, hospitales, hasta todo tipo de caridades.
La joven había fundado con sus propios recursos un instituto para niños problemas y personas sin hogar. Había remodelado el antiguo lugar donde era voluntaria y por si fuera poco su marido le había vendido el edificio donde vivió la mayor parte de su vida como regalo de bodas. Después de todo había sido ese lugar el que los había juntado.

Su marido seguía siendo igual de atractivo que la última vez. La veía con veneración y coquetería que prometían una noche todavía más agitada.

Doble moral [Con pecado concebido *02]Donde viven las historias. Descúbrelo ahora