Sivir, La señora de la batalla

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Desde muy temprana edad, Sivir aprendió de primera mano las duras lecciones de la vida en el desierto de Shurima. Tras la caída de toda su familia a manos de los kthaons, una de las tribus de saqueadores más infames del Gran Sai, la joven niña y otros huérfanos como ella solo podían sobrevivir a base de robar comida en los mercados locales y de adentrarse en antiguas ruinas medio sepultadas para buscar baratijas que poder vender. Con audacia, descendían por los túneles y criptas olvidadas en busca de cualquier objeto de valor y, a menudo, se enzarzaban unos con otros en feroces riñas para decidir quién se quedaba con los mejores hallazgos.

Sivir era la que conducía a los demás hasta las profundidades, pero rara vez era capaz de aferrarse a los pocos tesoros que lograba descubrir. Después de que Mhyra, que decía ser su amiga, le robara, se juró que nunca volvería a permitir que la traicionaran y, con el tiempo, entró a formar parte de un grupo de mercenarios cuya líder era la conocida Iha Ziharo, donde sirvió como guía y lacaya con varias funciones.

Si bien terminó por convertirse en la sargento personal de Ziharo gracias a su destreza cada vez mayor con las armas, Sivir se dio cuenta de que la autoritaria líder se quedaba siempre con la mayor parte del oro y la gloria de cada saqueo... incluso cuando las ingeniosas estrategias de Sivir habían sido la clave para obtener el botín. Sivir movilizó a sus compañeros mercenarios para rebelarse contra Ziharo y reemplazarla como líder. Sin embargo, reacia a asesinar a su antigua mentora, la abandonó en el desierto y le deseó buena suerte.

Con el paso del tiempo, Sivir y sus nuevos secuaces se ganaron una reputación temible. Aceptaban cualquier trabajo si el pago era generoso. Uno de estos encargos fue el de un patriarca de Nashramae que deseaba encontrar una reliquia perdida: la hoja conocida como "el Chalicar". Sivir, acompañada por los guardias personales del patriarca, inició una búsqueda que duró meses hasta que, por fin, sacó una antigua hoja en forma de cruz del sarcófago del que debía de ser un héroe en el antiguo imperio de Shurima.

Era todo un tesoro, de eso no había duda, una obra fruto del ingenio y la magia, forjada en una era caída en el olvido. A Sivir le maravilló, pues nunca se había sentido tan cómoda con un arma. Cuando el capitán de los guardias le exigió que se la devolviera a su patrón, Sivir lanzó la hoja en una trayectoria curva que terminó por decapitar al capitán y a los tres hombres que había tras él en un instante. Se abrió paso luchando para salir de la tumba y tras ella solo quedaron cadáveres.

La reputación de Sivir corrió como la pólvora hasta sobrepasar incluso el desierto. Cuando las expediciones noxianas empezaron a penetrar en el interior desde la costa norte, Sivir terminó trabajando para Cassiopeia, la hija menor del general Du Couteau, en el saqueo de la capital perdida de Shurima. Cuando atravesaban las laberínticas catacumbas, muchos de los mercenarios de Sivir cayeron en trampas arcaicas, pero Cassiopeia se negó a dar media vuelta.

Finalmente, cuando llegaron a la imponente puerta de una tumba, rodeada por estatuas guardianas y bajorrelieves que retrataban los antiguos y poderosos dioses guerreros, Sivir sintió que algo se removía en su interior. Estaba embelesada contemplando aquellos héroes con cabezas de bestias y las batallas que libraban contra las inmundas criaturas del inframundo.

Aprovechando el descuido de Sivir, Cassiopeia le clavó una daga por la espalda.

Sivir se derrumbó en agonía; su sangre comenzaba a empapar la arena. Cassiopeia abrió la puerta de la tumba haciendo uso del propio Chalicar, ajena al hecho de que había activado el maleficio que pesaba sobre ella. Sivir, al borde de la muerte, presenció como una serpiente de piedra cobraba vida ante sus ojos y marcaba con veneno la piel de Cassiopeia. Lo último que la mercenaria llegó a escuchar antes de perder el sentido fueron los bramidos de dioses enloquecidos que, liberados de la tumba, se disponían a pisar la tierra una vez más...

Pero el destino, al parecer, todavía le tenía algo reservado a Sivir.

Lo desconocía, pero en las venas llevaba el último trazo de una dinastía real antigua. Cuando despertó, se encontró bajo el cuidado de nada más y nada menos que Azir, el último gobernante del imperio, a quien se le había negado su ritual de Ascensión y se había convertido en leyenda. La sangre que ella había derramado había despertado su espíritu tras casi tres mil años, había completado el ritual y lo había imbuido de todo el poder celestial de un dios emperador. Allí, en el oasis del amanecer, Azir usó las aguas curativas de aquel sagrado estanque para, como si de un milagro se tratase, enmendar la herida mortal de Sivir.

Ya había oído relatos sobre Azir y la profecía de su regreso, y siempre pensó que solo los necios se podían creer esas bobadas... y ahora no podía negar lo que estaba ocurriendo ante sus ojos. La tierra se dividió y unas inmensas columnas de polvo se arremolinaban en el aire cuando la antigua ciudad de Shurima emergió de su tumba, coronada por un gigantesco disco dorado que brillaba con los etéreos rayos del sol. Conmovida y agitada, Sivir huyó con el Chalicar colgado a la espalda.

Aunque nada le habría gustado más que volver a su vida anterior, se vio inmersa en las luchas de poderes tan grandes que se escaparían a la comprensión de la mayoría de mortales. En la ciudad de Vekaura, se topó con otro ser Ascendido, el mago liberado Xerath, que estaba dispuesto a acabar con el linaje de Azir para siempre. No obstante, con la ayuda del erudito Nasus y una joven tejedora de piedra llamada Taliyah, Sivir logró sobrevivir.

Ahora ha llegado el momento en el que debe escoger un camino: asumir el destino que se le ha adjudicado o labrarse uno ella misma entre las arenas movedizas de Shurima.

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