Veinte

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El Príncipe fue herido.

Y no he podido hacer nada. La impotencia que siento en este momento es paralizante. Fui educado para defenderlo, para interponerme entre él y sus enemigos, ¿cómo puedo protegerlo de la gente que debería quererlo?

Todo ha sido culpa mía... o mejor dicho a causa mía. La felicidad del Príncipe tras su participación en el festival me hizo bajar la guardia. Debí haber impedido que se colgara de mi brazo como lo hizo. Debí haberle recordado el protocolo mientras estuviéramos fuera... Mi negligencia ha traído consecuencias.

Por mi culpa el Príncipe ha discutido con su hermano y eso ha provocado la ira del Emperador.

Todos conocemos las historias de su mal humor, de su carácter volátil e impaciente, pero no esperaba verlo estallar contra su hijo. Apenas vi al Príncipe caer mi cuerpo se levantó de inmediato y fue la orden que oí en ese momento la que me paralizó en mi lugar. Estaba listo para ir hasta donde el Príncipe se enderezaba cuando oí a mi maestro pronunciar mi nombre. Una sola palabra que me recordó la única regla que nadie puede ignorar: Obedecer al Emperador.

Así que me he quedado ahí, con el cuerpo tenso, mientras mi maestro intentaba ayudar al Príncipe a incorporarse. Ha sido inútil, al final nos han obligado a salir. Solo la presencia de Eraser me ha impedido volver a entrar, hemos tenido que esperar fuera hasta que hemos visto al Emperador marcharse.

Esa noche me arrodillé junto a la cama del Príncipe y le pedí perdón; no lo merecía, pero quería hacerle entender que era consciente de mi culpa. La respuesta del Príncipe fue consolarme. Era él quien había recibido un castigo, era él quien tenía la boca hinchada, era él quien había enfrentado la ira de su padre, y su respuesta fue acariciar mi cabeza con una ternura que nadie nunca me ha mostrado. Me dijo que la culpa no era mía y cuando intente rebatirle me hizo reír.

En ese momento experimente el deseo irracional de extender los brazos y sujetarlo contra mí para ofrecerle consuelo. Una estupidez, lo sé, pero fue una emoción repentina e inesperada. Para acallarla sujeté con fuerza las sábanas de la cama y hundí la cara contra el colchón. Los dedos del Príncipe se mantuvieron en mi cabeza ofreciéndome un alivio que no merecía.

Y cuando creí que la emoción se había desvanecido oí al Príncipe preguntarme si debía llamarme Fantasma. Mi respuesta fue automática. No. Quería oírlo pronunciar mi nombre aun si eso estaba prohibido. Entonces lo mire y el deseo irracional que había creído muerto comenzó a latir con mayor fuerza.

Ignorante de mi conflicto, el Príncipe me palmeó la cabeza como si fuera un cachorro, un gesto sencillo que no aplacó la emoción en mi interior. Mi mano se movió sola, pero conseguí detenerla antes de que me avergonzara y me despedí de inmediato.

Aun ahora, transcurridas horas desde ese momento, no consigo ahogar el deseo de extender la mano y tocarlo.

Mi insolencia me indigna.

Hanami: El Diario De Un GuardiaDonde viven las historias. Descúbrelo ahora