Capítulo 4: Harto de coincidencias

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CAPÍTULO 4: HARTO DE COINCIDENCIAS

Los cobardes mueren

muchas veces, los valientes

sólo una vez.

William Shakespeare

Mientras me terminaba de abrochar la cremallera del abrigo miré hacia arriba con una sensación extraña. Había dejado a mi nueva vecina con el famoso Julio. Después de más de dos horas de retraso, el aclamado propietario había aparecido de imprevisto. Le vimos asomar por las escaleras cuando estaban ya casi todas las pertenencias de la muchacha en la entrada de mi apartamento.

Según su versión de lo ocurrido, había llegado al inmueble unas horas antes del encuentro concertado, con el fin de airear y acondicionar un poco mejor la residencia de su nueva inquilina. Sin embargo, una llamada de extrema urgencia le había obligado a abandonar el edificio. Urgente pero fácil y rápido de solucionar, según él, de ahí el no querer avisar a la chica de un posible retraso. Era tal la confianza del propietario en sus predicciones que incluso decidió dejar la puerta abierta del loft para que ella pudiera comenzar a asentarse en su nuevo hogar. Hasta aquí todo parecía en orden. El viento de aquella gélida tarde otoñal había sido el causante de que la entrada quedase más cerrada de lo normal y fuese desapercibida hasta el último momento por la muchacha. Pero a continuación entran en acción dos casualidades más que significativas en toda esta historia: un fortuito olvido del teléfono móvil en dicha vivienda y un incontrolado retraso.

El dueño se excusó diciendo que cuando se percató del desliz cometido, no podía volver de nuevo al piso para recogerlo y... sin móvil, no había manera alguna de contactar con la joven. Qué casualidad...¿De verdad se puede llegar a esa situación en el 2063?

Poco le importó esto a la chica. Todo parecía haber quedado en un angustioso recuerdo para ella. Al final, podría pasar allí la noche, en su nuevo hogar. La noté algo más cómoda al ver que no tendría que dejar sus cosas en mi casa. Al parecer la desconfianza era mutua.

Todo había vuelto a la calma, pero ¿por qué siempre me tenía que poner en lo peor? Se veía a legua que Julio era un buen ciudadano, cordial, respetuoso y que, a sus sesenta y pocos años, quería una vida lo más tranquila posible. Si conseguía librarse de aquel aparente "invendible" apartamento mejor que mejor. Nada fuera de lo normal.

En cuanto a ella, mi lado racional no contaba con su aprobación, aunque mis sentidos aún me bombardeaban con información de aquel contacto en la oscuridad de su apartamento. Mi mente había quedado nublada por completo con ese inesperado suceso.

Había entrado en aquella vivienda con una pistola escondida entre mi ropa, dispuesto a usarla si la ocasión lo requería, sin importarme ni vivos, ni muertos, solo la justicia, solo el Bien. Y la situación acabó con una desconocida en mis brazos, recordándome aquello tan simple pero que después de tanto tiempo con los muertos había olvidado: la fragilidad humana.

En aquel momento, sin saber cómo, conseguí salir como pude de aquella maraña de pensamientos que se adueñaba de mi cerebro. Me coloqué el casco, accioné el motor y me dirigí a mi "apasionante" mundo laboral.

Atravesé la ciudad de parte a parte como cada día. El bullicio de vehículos era la música acompañante durante la mayor parte del trayecto. Sin embargo, a la recta final del camino entraba solo, como siempre. Solo también debería encontrarse el aparcamiento del cementerio a esas horas, pero pude distinguir en la lejanía un coche en la zona de estacionamiento.

No terminaba de percatarme de eso cuando mis ojos se toparon con otro hecho fuera de lo normal: el cementerio estaba sumido en una completa e inesperada oscuridad.

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