Capítulo 11: Encuentros fortuitos o forzados

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CAPÍTULO 11: ENCUENTROS FORTUITOS O FORZADOS

La desesperación tiene sus propias calmas.

 Bram Stoker

Vera llegó al rellano de su nueva casa totalmente exhausta. Cada vez odiaba más que el maldito ascensor estuviera estropeado día sí y día también ¿Es que nadie iba a llamar al servicio técnico?. Los cinco pisos de escaleras hacían mella. Más aún cuando al tener que arrastrar con la compra de la semana se le añadía el aliciente de venir de una improvisada clase de forma física. Y es que la ronda turística de Charlie había sido breve no, lo siguiente: 

“Pues aquí tenemos la sala de operaciones especiales, más adelante está la de simulaciones y un poco más allá la de entrenamientos” le había indicado escuetamente su tutor. “Por cierto, creo que no te vendría mal coger tono muscular, que estás escuchimizada… ¡Johnny!, ¿le podrías hacer un chequeo a Vera y mandarle alguna tabla de ejercicios?”. Y así, de manera tan rápida como lo que acaba de recordar, aquella visita guiada se había convertido en una clase de fondo en toda regla. Para su desdicha, ese Johnny, que en realidad había sido renombrado así por el propio Charlie, no dudó en machacarla sin compasión. Comenzó con un: “Tú repite lo que yo haga” y acabó con un entrenamiento de tres interminables horas.

Aunque estaba deseando llegar a casa y tirarse en plancha a la cama, Vera recordó que no había nada en su nevera para llevarse a la boca, así que no le quedaba otra que pasarse antes por algún centro de alimentación para comprar lo más imprescindible.

Y allí estaba por fin. A las puertas de su ansiado hogar, con las manos marcadas por las asas de aquellas bolsas muy estupendas para el medio ambiente, pero no tanto para el que las llevara. Dejó libre una de las manos, sacó las llaves del bolsillo de su chaquetón y abrió con dificultad la puerta. 

No había puesto nada más que un pie en la entrada del apartamento cuando notó que había pisado algo. Encendió la luz de la entrada y dejó las bolsas en el suelo. Se agachó para recoger lo que había llamado su atención: un insignificante papel doblado por la mitad. El mensaje era más simple aún, pero algo había en aquella petición que le había dibujado una sonrisa en la cara. 

“Gabriel, con que ese es tu nombre”, pensó la joven mientras cogía de nuevo las bolsas y las llevaba a la cocina. Dejó el pequeño trozo de papel en la mesa del comedor, pero mientras colocaba la compra no pudo quitárselo de su mente y de vez en cuando lo miraba de reojo. Se olvidó incluso de sus prematuras agujetas y del cansancio de hacía escasos minutos. Y es que aquella nota de cuidada caligrafía se le había quedado grabada en la retina:

Mañana a las 9h quedas invitada a un café. Te espero en el rellano. 

Fdo. El vecino de enfrente, Gabriel”.

Por unos momentos no supo acertar qué había podido llevar al joven a realizar aquella atrevida proposición si solo se habían dirigido unas pocas frases. No es que pareciera un muchacho muy sociable pero quizás fuera a raíz de su incidente con el animalillo con alas la razón de su repentina preocupación por ella. Aquello era algo que le hacía sentir bastante incómoda. No era agradable darse a conocer con un ataque de pánico ante un indefenso murciélago, pero lo único que podía hacer para remediar esa fatídica presentación era aceptar aquel café matutino y dejar de darle vueltas a los motivos que respaldaban esa invitación.

De repente la música del móvil la sacó de sus pensamientos. Rebuscó en el bolsillo del chaquetón que había dejado sobre una de las sillas de la cocina y leyó el nombre de Leo en la pantalla translúcida de su dispositivo.

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