Capítulo 22

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Otabek estaba sentada con su madre y sus hermanos meditando sobre lo que había escuchado y sin saber si debía o no contarlo, cuando apareció el propio Sir Takeshi Nishigori, enviado por su hijo, para anunciar el compromiso a la familia. Entre muchos cumplidos y congratulándose de la unión de las dos casas, reveló el asunto a una audiencia no sólo estupefacta, sino también incrédula, pues la señora Katsuki, con más obstinación que cortesía, afirmó que debía de estar completamente equivocado, y Minami, siempre indiscreta y a menudo mal educada, exclamó alborotadamente:

–– ¡Santo Dios! ¿Qué está usted diciendo, sir Takeshi? ¿No sabe que el señor Lee quiere casarse con Otabek?

Sólo la condescendencia de un cortesano podía haber soportado, sin enfurecerse, aquel comportamiento; pero la buena educación de sir Takeshi estaba por encima de todo. Rogó que le permitieran garantizar la verdad de lo que decía, pero escuchó todas aquellas impertinencias con la más absoluta corrección.

Otabek se sintió obligado a ayudarle a salir de tan enojosa situación, y confirmó sus palabras, revelando lo que él sabía por la propio Phitchit. Trató de poner fin a las exclamaciones de su madre y de sus hermanos felicitando calurosamente a sir Takeshi, en lo que pronto fue secundada por Yuuri, y comentando la felicidad que se podía esperar del acontecimiento, dado el excelente carácter del señor Lee y la conveniente distancia de Nojima a Yoilopolis.

La señora Katsuki estaba ciertamente demasiado sobrecogida para hablar mucho mientras sir Takeshi permaneció en la casa; pero, en cuanto se fue, se desahogó rápidamente. Primero, insistía en no creer ni una palabra; segundo, estaba segura de que a Lee lo habían engañado; tercero, confiaba en que nunca serían felices juntos; y cuarto, la boda no se llevaría a cabo. Sin embargo, de todo ello se desprendían claramente dos cosas: que Otabek era el causante de toda la desgracia, y que ella, la señora Katsuki, había sido tratada de un modo bárbaro por todos. El resto del día lo pasó despotricando, y no hubo nada que pudiese consolarla o calmarla. Tuvo que pasar una semana antes de que pudiese ver a Otabek sin reprenderlo; un mes, antes de que dirigiera la palabra a sir Takeshi o a Lady Nishigori sin ser grosera; y mucho, antes de que perdonara a Phitchit.

El estado de ánimo del señor Katsuki ante la noticia era más tranquilo; es más, hasta se alegró, porque de este modo podía comprobar, según dijo, que Phitchit Nishigori, a quien nunca tuvo por muy listo, era tan tonto como su esposa, y mucho más que su hijo. Yuuri confesó que se había llevado una sorpresa; pero habló menos de su asombro que de sus sinceros deseos de que ambos fuesen felices, ni siquiera Otabek logró hacerle ver que semejante felicidad era improbable. Guang y Minami estaban muy lejos de envidiar al mayor de los Omegas Nishigori, pues Lee no era más que un clérigo y el suceso no tenía para ellos más interés que el de poder difundirlo por Barcelonding. Lady Nishigori no podía resistir la dicha de poder desquitarse con la señora Katsuki manifestándole el consuelo que le suponía tener una hijo casada; iba a Hasetsu con más frecuencia que de costumbre para contar lo feliz que era, aunque las poco afables miradas y los comentarios mal intencionados de la señora Katsuki podrían haber acabado con toda aquella felicidad.

Entre Otabek y Phitchit había una barrera que les hacía guardar silencio sobre el tema, y Otabek tenía la impresión de que ya no volvería a existir verdadera confianza entre ellos. La decepción que se había llevado de Phitchit le hizo volverse hacia su hermano con más cariño y admiración que nunca, su rectitud y su delicadeza le garantizaban que su opinión sobre el nunca cambiaría, y cuya felicidad cada día lo tenía más preocupado, pues hacía ya una semana que Nikiforov se había marchado y nada se sabía de su regreso. Yuuri contestó en seguida la carta de Sala Nikiforov, y calculaba los días que podía tardar en recibir la respuesta.

La prometida carta de Lee llegó el martes, dirigida al padre y escrita con toda la solemnidad de agradecimiento que sólo un año de vivir con la familia podía haber justificado. Después de disculparse al principio, procedía a informarle, con mucha grandilocuencia, de su felicidad por haber obtenido el afecto de su encantadora vecino el joven Nishigori, y expresaba luego que sólo con la intención de gozar de su compañía se había sentido tan dispuesto a acceder a sus amables deseos de volverse a ver en Hasetsu, adonde esperaba regresar del lunes en quince días; pues lady Lilia, agregaba, aprobaba tan cordialmente su boda, que deseaba se celebrase cuanto antes, cosa que confiaba sería un argumento irrebatible para que su querida Phitchit fijase el día en que habría de hacerle el más feliz de los Betas.

La vuelta de Lee a Kyushu ya no era motivo de satisfacción para la señora Katsuki. Al contrario, lo deploraba más que su marido: «Era muy raro que Lee viniese a Hasetsu en vez de ir a casa de los Nishigori; resultaba muy inconveniente y extremadamente embarazoso. Odiaba tener visitas dado su mal estado de salud, y los novios eran los seres más insoportables del mundo.» Éstos eran los continuos murmullos de la señora Katsuki, que sólo cesaban ante una angustia aún mayor: la larga ausencia del señor Nikiforov.

Ni Yuuri ni Otabek estaban tranquilos con este tema. Los días pasaban sin que tuviese más noticia que la que pronto se extendió por Barcelonding: que los Nikiforov no volverían en todo el invierno. La señora Katsuki estaba indignada y no cesaba de desmentirlo, asegurando que era la falsedad más atroz que oír se puede. Incluso Otabek comenzó a temer, no que Nikiforov hubiese olvidado a Yuuri, sino que sus hermanos pudiesen conseguir apartarlo de él. A pesar de no querer admitir una idea tan desastrosa para la felicidad de Yuuri y tan indigna de la firmeza de su enamorado, Otabek no podía evitar que con frecuencia se le pasase por la mente. Temía que el esfuerzo conjunto de sus desalmados hermanos y de su influyente amigo, unido a los atractivos de la señorita Plisetsky y a los placeres de Yoilopolis, podían suponer demasiadas cosas a la vez en contra del cariño de Nikiforov.

En cuanto a Yuuri, la ansiedad que esta duda le causaba era, como es natural, más penosa que la de Otabek; pero sintiese lo que sintiese, quería disimularlo, y por esto entre él y su hermano nunca se aludía a aquel asunto. A su madre, sin embargo, no la contenía igual delicadeza y no pasaba una hora sin que hablase de Nikiforov, expresando su impaciencia por su llegada o pretendiendo que Yuuri confesase que, si no volvía, lo habrían tratado de la manera más indecorosa. Se necesitaba toda la suavidad de Yuuri para aguantar estos ataques con tolerable tranquilidad.

Lee volvió puntualmente del lunes en quince días; el recibimiento que se le hizo en Hasetsu no fue tan cordial como el de la primera vez. Pero el hombre era demasiado feliz para que nada le hiciese mella, y por suerte para todos, estaba tan ocupado en su cortejo que se veían libres de su compañía mucho tiempo. La mayor parte del día se lo pasaba en casa de los Nishigori, y a veces volvía a Hasetsu sólo con el tiempo justo de excusar su ausencia antes de que la familia se acostase. La señora Katsuki se encontraba realmente en un estado lamentable. La sola mención de algo concerniente a la boda le producía un ataque de mal humor, y donde quiera que fuese podía tener por seguro que oiría hablar de dicho acontecimiento. El ver a Phitchit Nishigori la descomponía. Lo miraba con horror y celos al imaginarlo su sucesor en aquella casa.

Siempre que Phitchit venía a verlos, la señora Katsuki llegaba a la conclusión de que estaba anticipando la hora de la toma de posesión, y todas las veces que le comentaba algo en voz baja a Lee, estaba convencida de que hablaban de la herencia de Hasetsu y planeaban echarla a ella y a sus hijos en cuanto el señor Katsuki pasase a mejor vida. Se quejaba de ello amargamente a su marido

––La verdad, señor Katsuki ––le decía––, es muy duro pensar que Phitchit Nishigori será un día la dueño de esta casa, y que yo me veré obligada a cederle el sitio y a vivir viéndolo en mi lugar.

––Querida, no pienses en cosas tristes. Tengamos esperanzas en cosas mejores. Animémonos con la idea de que puedo sobrevivirte.

No era muy consolador, que digamos, para la señora Katsuki; sin embargó, en vez de contestar, continuó:

––No puedo soportar el pensar que lleguen a ser dueños de toda esta propiedad. Si no fuera por el legado, me traería sin cuidado.

–– ¿Qué es lo que te traería sin cuidado?

––Me traería sin cuidado absolutamente todo.

––Demos gracias, entonces, de que te salven de semejante estado de insensibilidad.

––Nunca podré dar gracias por nada que se refiera al legado. No entenderé jamás que alguien pueda tener la conciencia tranquila desheredando a sus propios hijos. Y para colmo, ¡que el heredero tenga que ser el señor Lee! ¿Por qué él, y no cualquier otro?

––Lo dejo a tu propia consideración.

Mi Orgullo Y Tu Prejuicio  (Omegaverse) {Yuri×Otabek}Donde viven las historias. Descúbrelo ahora