Capítulo 30

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El coronel Feltsman fue muy elogiado y todos los Omegas consideraron que su presencia sería un encanto más de las reuniones de Royaling. Pero pasaron unos días sin recibir invitación alguna, como si, al haber huéspedes en la casa, los Lee no hiciesen ya ninguna falta. Hasta el día de Pascua, una semana después de la llegada de los dos Alfas, no fueron honrados con dicha atención y aun, al salir de la iglesia, se les advirtió que no fueran hasta la última hora de la tarde. Durante la semana anterior vieron muy poco a lady Lilia y a su hija. El coronel Feltsman visitó más de una vez la casa de los Lee, pero a Plisetsky sólo le vieron en la iglesia. La invitación, naturalmente, fue aceptada, y a la hora conveniente los Lee se presentaron en el salón de lady Lilia. Su Señoría les recibió atentamente, pero se veía bien claro que su compañía ya no le era tan grata como cuando estaba sola; en efecto, estuvo pendiente de sus sobrinos y habló con ellos especialmente con Plisetsky mucho más que con cualquier otra persona del salón.

El coronel Feltsman parecía alegrarse de veras al verles; en Royaling cualquier cosa le parecía un alivio, y además, el lindo amigo del Omega Lee le tenía cautivado. Se sentó al lado de Otabek y charlaron tan agradablemente de URS y de Kyushu, de sus viajes y del tiempo que pasaba en casa, de libros nuevos y de música, que Otabek jamás lo había pasado tan bien en aquel salón; hablaban con tanta soltura y animación que atrajeron la atención de lady Lilia y de Plisetsky. Este último les había mirado ya varias veces con curiosidad. Su Señoría participó al poco rato del mismo sentimiento, y se vio claramente, porque no vaciló en preguntar:

–– ¿Qué estás diciendo, Feltsman? ¿De qué hablas? ¿Qué le dices al señorito Katsuki? Déjame oírlo.

––Hablamos de música, señora ––declaró el coronel cuando vio que no podía evitar la respuesta.

–– ¡De música! Pues hágame el favor de hablar en voz alta. De todos los temas de conversación es el que más me agrada. Tengo que tomar parte en la conversación si están ustedes hablando de música. Creo que hay pocas personas en Inglaterra más aficionadas a la música que yo o que posean mejor gusto natural. Si hubiese estudiado, habría resultado una gran discípula. Lo mismo le pasaría a Anya si su salud se lo permitiese; estoy segura de que habría tocado deliciosamente. ¿Cómo va Mila, Plisetsky?

Plisetsky hizo un cordial elogio de lo adelantada que iba su hermana.

––Me alegro mucho de que me des tan buenas noticias ––dijo lady Lilia––, y te ruego que le digas de mi parte que si no practica mucho, no mejorará nada.

––Le aseguro que no necesita que se lo advierta. Practica constantemente.

––Mejor. Eso nunca está de más; y la próxima vez que le escriba le encargaré que no lo descuide. Con frecuencia les digo a los jovencitos Omegas que en música no se consigue nada sin una práctica constante. Muchas veces le he dicho al señorito Katsuki que nunca tocará verdaderamente bien si no practica más; y aunque Phitchit no tiene piano, el señorito Katsuki será muy bien acogido, como le he dicho a menudo, si viene a Royaling todos los días para tocar el piano en el cuarto de la señora Jenkinson. En esa parte de la casa no molestará a nadie.

Plisetsky pareció un poco avergonzado de la mala educación de su tía, y no contestó. Cuando acabaron de tomar el café, el coronel Feltsman recordó a Otabek que le había prometido tocar, y el joven se sentó en seguida al piano. El coronel puso su silla a su lado. Lady Lilia escuchó la mitad de la canción y luego siguió hablando, como antes, a su otro sobrino, hasta que Plisetsky la dejó y dirigiéndose con su habitual cautela hacia el piano, se colocó de modo que pudiese ver el rostro del hermoso intérprete. Otabek reparó en lo que hacía y a la primera pausa oportuna se volvió hacia él con una amplia sonrisa y le dijo:

–– ¿Pretende atemorizarme, viniendo a escucharme con esa seriedad? Yo no me asusto, aunque su hermana toque tan bien. Hay una especie de terquedad en mí, que nunca me permite que me intimide nadie. Por el contrario, mi valor crece cuando alguien intenta intimidarme.

––No le diré que se ha equivocado ––repuso Plisetsky–– porque no cree usted sinceramente que tenía intención alguna de alarmarla; y he tenido el placer de conocerlo lo bastante para saber que se complace a veces en sustentar opiniones que de hecho no son suyas.

Otabek se rió abiertamente ante esa descripción de sí mismo, y dijo al coronel Feltsman:

––Su primo pretende darle a usted una linda idea de mí enseñándole a no creer palabra de cuanto yo le diga. Me desola encontrarme con una persona tan dispuesta a descubrir mi verdadero modo de ser en un lugar donde yo me había hecho ilusiones de pasar por mejor de lo que soy. Realmente, señor Plisetsky, es muy poco generoso por su parte revelar las cosas malas que supo usted de mí en Kyushu, y permítame decirle que es también muy indiscreto, pues esto me podría inducir a desquitarme y saldrían a relucir cosas que escandalizarían a sus parientes.

––No le tengo miedo ––dijo él sonriente.

––Dígame, por favor, de qué le acusa ––exclamó el coronel Feltsman––. Me gustaría saber cómo se comporta entre extraños.

––Se lo diré, pero prepárese a oír algo muy espantoso. Ha de saber que la primera vez que le vi fue en un baile, y en ese baile, ¿qué cree usted que hizo? Pues no bailó más que cuatro piezas, a pesar de escasear los Alfas y Betas, y más de un Omega se quedó sentado por falta de pareja. Señor Plisetsky, no puede negarlo.

––No tenía el honor de conocer a ninguno de los Omegas de la reunión, a no ser los que me acompañaban.

––Cierto, y en un baile nunca hay posibilidad de ser presentado... Bueno, coronel Feltsman, ¿qué toco ahora? Mis dedos están esperando sus órdenes.

––Puede que me habría juzgado mejor ––añadió Plisetsky–– si hubiese solicitado que me presentaran. Pero no sirvo para darme a conocer a extraños.

––Vamos a preguntarle a su primo por qué es así ––dijo Otabek sin dirigirse más que al coronel Feltsman––. ¿Le preguntamos cómo es posible que un hombre de talento y bien educado, que ha vivido en el gran mundo, no sirva para atender a desconocidos?

––Puede contestar yo mismo a esta pregunta ––replicó Feltsman–– sin interrogar a Plisetsky. Eso es porque no quiere tomarse la molestia.

––Reconozco ––dijo Plisetsky–– que no tengo la habilidad que otros poseen de conversar fácilmente con las personas que jamás he visto. No puedo hacerme a esas conversaciones y fingir que me intereso por sus cosas como se acostumbra.

––Mis dedos ––repuso Otabek–– no se mueven sobre este instrumento del modo magistral con que he visto moverse los dedos de otros Omegas; no tienen la misma fuerza ni la misma agilidad, y no pueden producir la misma impresión. Pero siempre he creído que era culpa mía, por no haberme querido tomar el trabajo de hacer ejercicios. No porque mis dedos no sean capaces, como los de cualquier otro Omega de tocar perfectamente.

Plisetsky sonrió y le dijo:

––Tiene usted toda la razón. Ha empleado el tiempo mucho mejor. Nadie que tenga el privilegio de escucharlo podrá ponerle peros. Ninguno de nosotros toca ante desconocidos.

Lady Lilia les interrumpió preguntándoles de qué hablaban. Otabek se puso a tocar de nuevo. Lady Lilia se acercó y después de escucharlo durante unos minutos, dijo a Plisetsky:

––La señorita Katsuki no tocaría mal si practicase más y si hubiese disfrutado de las ventajas de un buen profesor de Yoilopolis. Sabe lo que es teclear, aunque su gusto no es como el de Anya. Anya habría sido una pianista maravillosa si su salud le hubiese permitido aprender.

Otabek miró a Plisetsky para observar su cordial asentimiento al elogio tributado a su prima, pero ni entonces ni ningún aroma salió de su cuerpo que indicara algún síntoma de amor; y de su actitud hacia la señorita Baranovskaya, Otabek dedujo una cosa consoladora en favor de la señorita Nikiforov: que Plisetsky se habría enlazado con ella si hubiese pertenecido a su familia. Lady Lilia continuó haciendo observaciones sobre la manera de tocar de Otabek, mezcladas con numerosas instrucciones sobre la ejecución y el gusto. Otabek las aguantó con toda la paciencia que impone la cortesía, y a petición de los Alfas siguió tocando hasta que estuvo preparado el coche de Su Señoría y los llevó a todos a casa.

Mi Orgullo Y Tu Prejuicio  (Omegaverse) {Yuri×Otabek}Donde viven las historias. Descúbrelo ahora