EPÍLOGO

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El metálico abrir y cerrar de los barrotes que mantenían a los confinados en sus celdas, era un ir y venir que a diario se convertía en una socavante rutina.

Aquel lugar era el destino de las almas perdidas que alejaron a sus dueños del buen camino que pudieron haber escogido en sus vidas.

Aquel lugar era el infierno en la tierra y pocos podían encontrar luz entre sus lúgubres rincones.

Eternas condenas atrofiaban sus existencias y las reducían a un número que debían recordar y repetir cada vez que les pedían identificarse.

Lo que no sabían era que esos cuatro dígitos eran una cifra que no olvidarían jamás, ni siquiera si algún día, por alguna razón del destino, lograban escapar del enclaustramiento.

De aquel sitio no se salía. No por voluntad propia al menos. Aunque sus habitantes tampoco entraban de mutuo propio. A ese espacio, que aunque fuese gigante, a sus residentes siempre les parecería pequeño, nunca se llegaba por placer. Siempre era una imposición y a veces, dependiendo de las circunstancias de cada uno, era una decisión. No la mejor, pero decisión al fin y al cabo.

La jaula de los condenados conocía de felicidad tan pocas veces, que la desesperanza se amalgamaba con el olor a decadencia que imperaba en ella, pero ese día, cuando el mundo había sido testigo del momento más romántico y dulce del que la Casa Blanca tuviese registro, también fue de bonanza para al menos uno de esos mortificados.

— ¡Número! —ordenó un carcelero en un grito que bordeó la agresividad.

—Ochenta diecisiete —respondió el misterioso hombre de ojos obscuros que no reflejaba ningún sentimiento en su semblante.

Una década había pasado desde el día en que la luz del sol se convirtió en un tesoro que jamás había apreciado y aquellos diez años no habían pasado en vano. El presidio estaba marcado en su rostro y habían hecho estragos en su espíritu.

Lo único en que ese hombre pensaba era en venganza.

—Aquí tienes —dijo el oficial dejando sobre el mesón una bolsa que contenía las pocas cosas que le quedaban en la vida al ochenta diecisiete.

Había pasado por un exhaustivo control en que la humillante revisión corporal era un requisito imperante que se obligó a tolerar simplemente porque sería el último y en ese preciso momento, tomar sus pertenecías fue el punto cúlmine de su agonía.

—Buenas tardes —La voz del secretario de prensa de la Casa Blanca se escuchaba en el televisor que los oficiales tenían en la guardia con el fin de ayudarlos a pasar las largas jornadas de trabajo que eran igual de insufribles para ellos como para quienes vigilaban y evidentemente llamó la atención del ochenta diecisiete, quien miró impasible la imagen de Robert Truman desde la ya conocida sala de prensa azul, con el podio coronado con el escudo de la casa de gobierno— Es mi deber poner en conocimiento del país, que la relación entre el presidente y la primera dama es un hecho y que se mantuvo en la más absoluta reserva por cuestiones de seguridad de ambos. El atentado contra el presidente McKellen hizo necesario reforzar los esfuerzos del Servicio Secreto por protegerlo y la agencia se vio en la obligación de que el noviazgo con la señorita Edwards fuese tratado como un asunto de seguridad nacional.

—Seguridad nacional —refunfuñó incrédulo quien aún seguía siendo un número para el sistema penitenciario.

Robert Truman no había aceptado preguntas y lo siguiente que apareció en la pantalla fue la imagen que no hacía más que corroborar lo que el periodista había dicho.

"¡Qué romántico! ¡La primera dama y el presidente!" Pensó con sarcasmo y metió las llaves, el par de billetes y las cuantas monedas que acababan de devolverle, en uno de sus bolsillos.

Su última pertenencia, un reloj de pulsera de bastante buena calidad que estaba detenido por el paso del tiempo, se la puso solo para disfrutar de él hasta que pudiera venderlo y así obtener un poco de dinero con el cual reiniciar su vida. O al menos comer algo decente. Después de todo, la cárcel no proveía de un buen menú a sus residentes.

Dejando atrás la interrupción, caminó con displicencia los pocos metros que lo separaban de la salida y obvió responderle al oficial que le sugirió no regresar porque no quería volver a verlo, antes de que le abriera la puerta, momento en que los atesorados rayos del sol lo dejaron prácticamente ciego, pero la empalagosa libertad hizo que nada le importara.

Era libre al fin y respiró profundamente sin mirar atrás. Esa era la tradición, porque si lo hacías, inevitablemente volverías.

"No volveré a esta ratonera, aunque haya motivos para ello" Pensó y escupió en al suelo como señal de un juramento que se hizo a si mismo.

Poco a poco sus ojos se fueron adaptando a luz y cuando finalmente logró abrirlos para contemplar con detalle lo que lo rodeaba, vio un auto de lujoso y lustroso negro que se detuvo justo frente a él.

No quería problemas y nada bueno podría estar haciendo un automóvil de ese tipo a las afueras de una cárcel, así que pensó en evadirlo pasando por su lado, pero la puerta trasera se abrió e inesperadamente escuchó una orden desde el interior.

—Sube.

Miró a un lado y al otro creyendo que podía ser una equivocación, pero al no ver a nadie alrededor, supuso que le hablaban a él y al pasar diez años encerrado, obedecer órdenes se había vuelto una especialidad para él, así que simplemente entró.

— ¿Quién eres?

—Eso es algo que no necesitas saber —Le respondieron extendiéndole un sobre que no demoró en tomar y abrir para encontrarse con miles de dólares. Su cara de sorpresa fue imposible de ocultar— Y eso es solo para comenzar.

— ¿Qué quieres a cambio de esto?

—Amelia Edwards.

— ¿La primera dama?

—La puta que te encerró en este lugar —corrigió— La quiero muerta.

—Será un placer —Sonrió con maldad— Pero te va a salir caro.

— ¿Cuánto quieres?

—Diez millones.

—Termina el trabajo y tendrás el doble.

—Hecho —dijo finalmente y guardó el sobre en el bolsillo interior de su chaqueta— Voy a divertirme primero. Pero esa zorra tiene los días contados.

La venganza estaba acordada y la vida de Amelia volvía a pender de un hilo, sin que ni siquiera pudiese imaginárselo. El ochenta diecisiete estaba dispuesto a todo a cambio de cobrar los diez años de condena a los que había logrado sobrevivir.

—Perfecto —Sonrío aún con más maldad— Haz lo que quieras con ella. Solo sácala de la vida de mi hijo. 

FIRST LADY - Trilogía Cómplices II [TERMINADA]Donde viven las historias. Descúbrelo ahora