Adam mira cada rincón del departamento, como si nunca hubiese estado en él. Mira el piano unos cuantos segundos antes de prestarle atención a la pared con pinturas que yo he hecho y también alguna que he comprado en galerías.
Luego se sienta en uno de los sofás.
—Yo... ¿Me esperas unos segundos? —le digo, antes de ir a mi habitación.
Dejo su chaqueta en la cama y cambio mi blusa destrozada por el pijama. Busco mis lentes por toda la habitación hasta encontrarlos. También el pequeño botiquín de emergencias en el baño. Antes de salir tomo la chaqueta para que no se me olvide regresarla.
Cuando Adam se da cuenta de mi presencia, deja inmediatamente lo que está leyendo a un lado y me mira. No sé muy bien porqué lo hace de la forma en la que lo está haciendo, pero no digo nada al respecto. Me siento a su lado, procurando no estar tan cerca como para invainvadir su espacio y saco todo lo que necesito. Sus ojos puestos única y exclusivamente en mí no me permiten moverme con fluidez.
Necesito que deje de mirarme.
Tomo entre mis dedos sudorosos uno de los suyos y se queja cuando lo muevo, la herida se estira. No se ve nada bien.
—¿Te duele?
Es tonto que lo pregunte.
—Me dolerá cuando apliques eso —señala con sus ojos el alcohol.
Empapo de alcohol uno de los algodones y comienzo a aplicarlo sobre la herida. No hace ninguna queja, sólo tensa su mandíbula con fuerza y por instantes me detengo para que no le duela tanto.
Comienzo a relajarme, a pesar de que su mirada parece no querer apartarse de mí.
—Gracias —murmura.
Detengo mis movimientos para mirarlo un segundo, porque me ha pillado desprevenida, pero luego de un rato regreso a lo que hacía.
—Es lo mínimo que puedo hacer por ti —digo.
Hay un asomo de una sonrisa en sus labios. Pero no me responde. En su lugar lo que hace es cambiar el tema.
—¿Qué año cursas de la universidad? —averigua. Y me toma un poco desprevenida la pregunta.
—Casi el último —tomo otro de sus dedos y nuevamente tensa la mandíbula al sentir el alcohol sobre la herida.
—¿Por qué vives aquí? Los estudiantes suelen quedarse en las residencias.
—¿Sonaré un poco caprichosa si admito que las residencias no me gustan para nada y que por eso mis padres me pagan el apartamento?
Lo miro sin dejar de hacer lo que estoy haciendo y hace una mueca con sus labios. Inmediatamente mi mirada se desvía a la herida que tiene en ellos un instante.
—En realidad, sí —sonrío, porque suena totalmente en broma—. ¿Qué estudias?
—Relaciones internacionales —respondo, todavía ocupada curando sus nudillos, pero no deja de mirarme—. ¿Qué?
—¿Por qué? —pregunta.
—¿Por qué qué?
—¿Por qué estudias eso? Tienes una obsesión con los libros, —mira uno de los muchos estantes y libreros en el departamento. Hago lo mismo— tus retratos son asombrosos y —toma la libreta detrás de él— lo que escribes... creo que nunca había leído nada mejor en mi puta vida.
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Bajo el cielo de Vancouver
RomanceElle es sinónimo de monotonía; lucha constantemente contra su piano, asiste a clases de pintura cada miércoles, intenta dividirse entre leer las aburridas lecturas de la universidad o leer una de esas novelas románticas mientras sueña con algún día...