Capítulo 13 (Parte 2)

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Al principio, Elsa no había lamentado que la despertara. El rostro inclinado sobre ella, el cuerpo que le estaba causando un dolor desgarrador y una humillación persistente, eran los de Frederick. Sus rasgos hermosos y agradables se veían distorsionados por la cruda lujuria carnal, de modo que apenas los reconocía. Pero sabía que eran los de Frederick.

Soñó que la llamaba puta mientras le hacía daño una y otra vez.

La criada a la que habían enviado a su habitación le había dicho, con una expresión de sorpresa en la mirada, que tenía que vestirse inmediatamente y presentarse ante el grupo que se encontraba en el salón.

Mientras se vestía a toda prisa y con manos temblorosas, Elsa pensó que él se lo había dicho a todo el mundo, que había decidido contárselo a todos, y que ahora haría que reconociese su crimen frente a todo el grupo, para que todos se divirtieran.

Su día de indulto estaba a punto de finalizar. Realmente la tenía como una marioneta de la que tiraba con unas cuerdas, y así estaría hasta el fin de sus días.

Cuando un lacayo abrió las puertas que daban al salón estaba tan cansada que le dolían hasta los huesos. Entró sola y se encontró con la luz, el ruido y la presencia de un grupo numeroso de gente. Pero no dejó que se notara. Si era lo último que podría hacer, quería sobrellevarlo con dignidad. Ni Hans ni ningún otro tendrían la satisfacción de verla arrastrarse, suplicar, hundirse o llorar.

Y luego Su Excelencia el duque se puso frente a ella y le informó escuetamente de que el motivo por el que la habían hecho salir de la cama a medianoche era que deseaba mostrar su talento ante sus invitados. Ahora pagaría por el privilegio de practicar sola cada día en la sala de música, o así había interpretado las pocas palabras que había pronunciado el duque.

Miró su rostro severo y ceñudo, contempló la cicatriz que lo desfiguraba, y sintió que lo odiaba. No sólo le tenía miedo y lo rehuía físicamente. Lo odiaba. Odiaba que pudiera concederle lo que parecían ser favores gratuitos y luego pidiera que le pagara por ellos para su propio disfrute. Lo odiaba por afirmar que se preocupaba por sus criados y los protegía mientras los usaba como esclavos para satisfacer sus caprichos.

Recordaba su excursión a caballo, la euforia de la carrera, la visión espléndida del duque galopando junto a ella en su semental negro, adelantándola, saltando por encima de la puerta del muro, riéndose de Elsa al llegar después de él. Recordaba su propia risa, su propia felicidad, su extraña capacidad de olvidar, al igual que había ocurrido cuando había bailado con él. Y lo odiaba.

Sólo habló con Lord Aster Frost, que siempre le sonreía abierta y cordialmente, y que había hablado a su favor a la duquesa aquella tarde en la salita. Tocaría para él, ya que se lo había pedido y ya que de todos modos no tenía ninguna otra alternativa.

Su Excelencia el duque permaneció en la puerta un rato y luego se sentó. La había traicionado. Lo había dado todo mientras él la escuchaba una mañana tras otra y nunca la había molestado. Siempre había dado la impresión de que la escuchaba pero que respetaba su necesidad de estar sola con su alma. Pero ahora la había traído para que tocara como un mono de feria para gente que había bebido demasiado y a la que de todas maneras no le interesaba realmente la música.

Algo especial de aquellas mañanas, algo en lo que no había pensando o que no había identificado antes, se desvaneció. Era muy consciente de que el duque estaba sentado junto a la señorita Woodward, callado, quieto, sombrío y taciturno. Escuchándola. Observando a su esclava amaestrada.

Lo odiaba. Y le sorprendía la fuerza de su odio. Antes solamente lo temía.

No se había percatado de que Hans se había puesto detrás de ella. Por increíble que pueda parecer, no se había percatado. Pero estaba allí. Sintió su presencia en cuanto terminó de tocar y Su Excelencia el duque se puso en pie.

La perla secreta (Adaptación Jelsa)Donde viven las historias. Descúbrelo ahora