Al día siguiente de su llegada, el duque de Ridgeway estaba en la terraza superior fuera de la casa por la mañana temprano, mirando hacia el parque que conocía casi como la palma de su mano, y se enfureció al pensar que en cuestión de dos días todo aquello estaría invadido.
Le encantaba recibir invitados en Willoughby. Le encantaba organizar conciertos y grandes bailes cuando fuese posible e invitar a sus vecinos a cenar, a jugar a las cartas o a charlar. Incluso disfrutaba teniendo algún que otro huésped que se quedara a pasar la noche. Pero no le gustaba nada albergar a una multitud que no buscaba otra cosa que no fuera entretenimiento frívolo y superficial, la clase de gente que le gustaba a Toothie. Y había visto la lista de invitados. Aquella ocasión no sería una excepción a la regla general.
Amaba la paz y la tranquilidad de su hogar casi más que cualquier otra cosa en la vida. Y todo aquello duraría Dios sabe cuánto tiempo. Una vez llegaban, los invitados de Toothie nunca sabían muy bien cuándo debían marcharse.
Recorrió la terraza y el lateral de la casa en dirección al césped de la parte de atrás, el huerto y los invernaderos.
Qué no daría por su libertad, pensó durante un instante de descuido, e inmediatamente tuvo una imagen mental de Arianna y lo mucho que se había emocionado con su perrita, a la que había insistido en llamar Pequeñita, aunque le había explicado que el cachorro crecería. Y pensó en su cara adormilada y el pelo revuelto que tenía cuando había ido a verla la noche anterior, sin percatarse de que ya estaría en la cama. Pensó en sus brazos aferrándose a él con afecto, y en su beso húmedo y en su pregunta.
—¿No te irás otra vez, verdad, papá?
—Estaré aquí durante mucho tiempo —le había asegurado él.
—¿Lo prometes?
—Lo prometo —afirmó, abrazando el cuerpecito ligero y besándola—. Ahora duérmete. Te veré mañana.
No. Una niña tenía derecho a tener un hogar seguro y padre y madre, aunque de ningún modo fueran modélicos. Se había equivocado al dejarla durante tanto tiempo sólo por su propia tranquilidad.
Se detuvo un momento. Había una mujer atravesando los enormes parterres de flores.
No era igual a como la recordaba. De hecho, al mirarla el día anterior, su primera impresión había sido que Bjorgman había cometido un error y había contratado a la mujer equivocada. Pero era ella, por supuesto. La había reconocido al fijarse más detenidamente.
Cada vez que había pensado en ella en las últimas semanas se la había imaginado delgada y pálida, nada bonita, sólo ligeramente atractiva. Es verdad que tenía las piernas largas y delgadas, las caderas marcadas y los pechos firmes y turgentes. Pero se trataba de una mujer poco atractiva, le parecía que era una dama que pasaba una mala racha, alguien a quien se había sentido obligado a ayudar por algún motivo desconocido.
Y la había ayudado.
No era tal y como la recordaba. Había ganado bastante peso como para que ahora su figura resultara atractiva, pese a la barrera de la ropa. Su rostro tenía color y un brillo saludable. Ya no estaba demacrado y ojeroso. Y el pelo, que recordaba de un rubio apagado y sin vida, ahora brillaba como el atardecer.
El día anterior había descubierto que la señorita Elsa Arendelle era una mujer asombrosamente guapa, y el hecho le había sorprendido pero no le había agradado precisamente.
Sólo en un único sentido era del modo en que la recordaba. Era como una estatua de mármol: fría, distante, indiferente. Apenas le había dicho una palabra durante su primer encuentro, aunque recordaba que lo había observado en todo momento mientras disfrutaba de ella. El día anterior no le había dicho una sola palabra. Ni siquiera le había hecho una reverencia.
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La perla secreta (Adaptación Jelsa)
RomanceElsa ha caido lo mas bajo a lo que puede llegar una joven bien educada como ella en la Inglaterra victoriana. Obligada a vender su cuerpo en las calles, se entrega a un hombre en una sordida posada, un caballero apuesto y de espiritu atormentado. Pe...