Capítulo 23 (Parte 1)

121 19 3
                                    




Pararon y comieron algo que no fue ni un almuerzo ni una cena, y continuaron su camino.

El duque de Ridgeway pensó que había una extraña tranquilidad entre los dos. Extraña porque habían viajado varias horas en un silencio casi absoluto y habían comido sin hablar demasiado. Extraña porque estaban juntos, a solas, después de todo lo que había pasado entre ellos. Tendría que haber sido violento, embarazoso, pero no lo era.

Cuando volvieron a sentarse en el carruaje y este salió del patio de la posada hacia la carretera abierta otra vez, él le cogió la mano y apoyó ambas manos cerradas en el asiento que había entre ellos. Elsa no se resistió, sino que cerró los dedos alrededor de su mano.

Deseó que les quedaran quinientos kilómetros por recorrer, y no cincuenta. O cinco mil.

El duque sintió que ella lo miraba, pero no volvió la cabeza. Deseó, al igual que había deseado al principio de su viaje, haberse sentado al otro lado, ofreciéndole su perfil bueno.

—¿Cómo ocurrió? —le preguntó en voz baja.

—¿Esto? —El duque señaló su cicatriz con la mano libre—. A duras penas recuerdo lo que ocurrió. Fue en la batalla de Waterloo, claro. Yo estaba en la infantería. Habíamos formado en cuadro, y nos dedicábamos a contener una carga de la caballería. Pero para algunos de los más jóvenes —y supongo que en realidad para todos— resultaba aterrador ver que la caballería cargaba contra nosotros, que sólo teníamos bayonetas y a los restantes hombres que formaban en cuadro para defendernos. Resulta una buena defensa, de hecho es casi impenetrable, pero no te hace sentirte seguro. A unos pocos les entró el pánico y se apartaron a la vez. Yo salté hacia delante para intentar animarlos y asegurarme de que no se rompía la formación, y una bayoneta me dio en la cara.

Elsa hizo una mueca.

—Ni siquiera era del enemigo —explicó él, sonriendo—. Qué ironía, ¿no? Recuerdo el dolor agudo y la mano roja al tocarme la cara. Eso es lo último que recuerdo. En ese momento debió de darme un proyectil y me provocó las otras heridas.

—Tardó casi un año en recuperarse. Debió de sufrir mucho.

—Creo que sí. Gracias Dios, parece que estuve delirando durante la peor parte. Aunque fue duro adaptarme al hecho de que cargaría con los efectos visibles de lo que ocurrió durante el resto de mi vida.

—¿Y a veces todavía le duelen las heridas?

—No muy a menudo. —Él volvió a sonreírle.

—Le he visto cojear.

—Cuando estoy cansado o sometido a alguna tensión. Entonces es cuando mi criado Alexandre juega a hacerse el tirano y me ordena que me someta a un masaje. Tiene una lengua impertinente y unas manos mágicas.

Ella le sonrió.

—¿Por qué fue? Siendo duque, debió de resultarle muy extraño formar parte del ejército, sobre todo como oficial de infantería. ¿No tuvo una infancia feliz?

—Más bien al contrario. Fui un niño privilegiado, feliz y protegido. Ningún ser humano tiene derecho a disfrutar de una vida semejante sin pagar un poco por ello. Hubo miles de hombres luchando por nuestro país que realmente no le debían nada excepto el haber nacido en él. Y aun así, para ellos valía la pena luchar por él. Lo menos que podía hacer era luchar con ellos.

—Hábleme de su infancia.

Él sonrió.

—Es un tema muy amplio. ¿Quiere que le hable del buen chico que fui o de lo granuja que podía llegar a ser? Desgraciadamente, a veces sacaba de quicio a mi padre. Y a los lacayos. Un pobre tipo que tenía miedo de los fantasmas y los diablos se encontró dos en el salón grande, llamados Jack y Aster, que vivían en la galería y hacían ruidos extraños cuando estaba de servicio por las noches. Lo persiguieron durante tres semanas hasta que finalmente los atraparon. Todavía siento la tunda que me dieron por ello. Creo que después tuve que pasarme al menos dos horas echado en la cama boca abajo.

La perla secreta (Adaptación Jelsa)Donde viven las historias. Descúbrelo ahora