Dos días después del retorno del duque, envió a Kristoff Bjorgman a Londres para consultar con su abogado y el de Lord Brockehurst y ver qué podía arreglar para Elsa. Y tenía planeado comprar un pianoforte para enviárselo como regalo para la escuela. Su Excelencia se había convencido de que Elsa debía tener un pianoforte.
Un solo regalo. Eso sería todo. Un regalo y ninguna otra comunicación más.
El duque pasó parte de la mañana del primer día en casa, dando un paseo largo con su hija y la perrita, y le prometió que por la tarde irían a caballo a casa del señor Dunbroch para que pudiera jugar con los niños.
—Montaré contigo, papá.
—Ni hablar —se rió él—. Montarás tu propio caballo, Arianna. Pensaba que ya se te había pasado el miedo.
—Pero no estará la señorita Arendelle montando al otro lado.
—No necesitas ninguna ayuda. Ya puedes montar bastante bien sola. Tengo que encargarme de encontrarte otra institutriz, una que quiera ir a Italia con nosotros.
—No quiero otra institutriz. Quiero a la señorita Arendelle —exigió la niña.
—Pero la señorita Arendelle ha cambiado de vida, Arianna —explicó él, agachándose para coger el perro en brazos y entrarlo así en casa y llevarlo escaleras arriba—. Está dando clases a un grupo entero de niños.
—Yo no le gustaba. —La niña hizo un mohín—. Siempre he sabido que no le gustaba.
El duque le puso una mano en la cabeza y la frotó enérgicamente.
—Sabes que eso no es verdad, Arianna. Ella te quería.
—¿Entonces por qué se marchó? —preguntó la niña—. Y ni siquiera se despidió.
El duque suspiró y se alegró de la distracción que se produjo cuando la perrita saltó de sus brazos en lo alto de las escaleras y corrió hacia la puerta hasta entrar en el cuarto de juegos. Arianna se rió y corrió tras ella.
Él salió en dirección a los establos e hizo que le ensillaran el caballo. Y se pasó las siguientes horas montando, olvidándose completamente de la comida, cabalgando a medio galope por las zonas de césped de la parte de atrás, a través de los árboles, pasando por las ruinas y evitando el parque en la parte delantera de la casa.
Trató de concentrarse en sus planes de futuro. Llevaría a Toothie a Londres antes de que se marcharan de Inglaterra. Averiguarían la opinión del mejor médico que existiera sobre su enfermedad y sus posibilidades de recuperarse. Y luego se irían a Italia, al menos durante los meses de invierno, y él se aseguraría de que Toothie se empapara de sol todos los días sin excepción.
Tenía veintiséis años. Era demasiado joven para morir. El duque pensó que resultaba extraño cómo una persona era capaz de ser totalmente consciente de algo en los recovecos de la mente, y sin embargo no saberlo en absoluto. ¿Había sabido o sospechado él que Toothie tenía tisis? Habían aparecido todos los síntomas, deslumbrándole en la cara. Pero nadie había dicho nada. Creía que al menos el médico le informaría.
Aster había mencionado que quizás estaba tísica, pero él había negado esa posibilidad.
Quizá sus propias negativas habían sido similares a las de Toothie. El día anterior le había dicho que sabía la verdad sobre Aster desde el principio. Pero al mismo tiempo no la había sabido, o se había negado a reconocérsela incluso a su propio corazón.
Ya estaba tosiendo sangre. Eso significaba que la enfermedad se encontraba en la fase final, ¿verdad? Que no había esperanzas de que se recuperara.
ESTÁS LEYENDO
La perla secreta (Adaptación Jelsa)
RomanceElsa ha caido lo mas bajo a lo que puede llegar una joven bien educada como ella en la Inglaterra victoriana. Obligada a vender su cuerpo en las calles, se entrega a un hombre en una sordida posada, un caballero apuesto y de espiritu atormentado. Pe...