El duque de Ridgeway no tenía ni idea de si Elsa había ido a la sala de música a la mañana siguiente para sus ejercicios matutinos. Salió a galopar un buen rato y sintiéndose intranquilo a lomos de Aníbal.
Se planteó seriamente no volver a la casa. Tenía muchas cosas que hacer en sus otras propiedades, asuntos que había descuidado un tanto por tener que entretener a sus invitados. Necesitaba comprobar el estado de las cosechas y examinar el ganado recién nacido. Y por supuesto siempre había inquilinos y campesinos con los que hablar, a los que tenía que convencer de que le interesaba su bienestar y le preocupaban sus quejas.
O podría cabalgar más allá de sus tierras. Podría pasarse la mañana con Dunbroch. Apenas había hablado con su amigo desde que había vuelto de Londres. Los invitados que se alojaban en casa tendían a aislarlo de sus vecinos y sus hábitos corrientes.
Pero resistió ambas tentaciones. Tenía dos asuntos importantes a los que enfrentarse en casa, ambos igualmente desagradables.
Bajó cojeando y le gritó a su ayuda de cámara que le fuera a buscar ropa decente para no tener que ir a desayunar oliendo como un caballo.
—Espero que no haya castigado al pobre Aníbal tanto como se ha castigado a sí mismo —comentó Alexandre—, o se encontrará con los mozos descontentos la próxima vez que vaya a los establos. Le ayudaré a quitarse la ropa de montar, señor, y le daré un masaje rápido antes de preocuparme por la otra ropa. Échese.
—Guárdate tu maldita insolencia —le espetó Su Excelencia—. No tengo tiempo para masajitos.
—Si se pasa todo el día con ese dolor —insistió Alexandre, imperturbable—, le ladrará a todos los criados, no sólo a mí, señor, y además todos me echarán la culpa de ello, como hacen siempre. Échese.
—¡Maldita sea! —protestó el duque—. Siempre trato a mis criados con cortesía.
Alexandre le lanzó una mirada elocuente y Su Excelencia se echó. Gruñó cuando su hombre colocó las manos en su lado dolorido. Y le masajeó el ojo izquierdo.
—Ahí —indicó Alexandre como si hablase para tranquilizar a un niño. El duque no pudo evitar sonreír—. Se encontrará mejor dentro de un minuto. Está tenso como un muelle, señor.
Elsa no estaba en el cuarto de estudio. Y cuando fue hasta allí el duque descubrió que tampoco estaba en el cuarto de juegos. Pero Arianna estaba despierta y entusiasmada ante el placer inesperado de que la acompañara mientras desayunaba. Le daba las cortezas del pan a la perrita, que estaba en el suelo junto a ella, jadeando y con una expresión esperanzada. Por fin el día anterior habían declarado que el perro podía entrar en la casa y permanecer dentro de ella, en determinadas condiciones estrictas.
—Pensaba que habíamos acordado que Pequeñita no comería comida de la mesa —le riñó su padre—. Tiene su propia comida especial, ¿verdad?
—Pero no le doy comida buena, papá —protestó la hija, y bajó la voz—. La tata se ha puesto furiosa esta mañana. Pequeñita ha mojado la cama.
El duque cerró los ojos un instante.
—Pensaba que también habíamos acordado que Pequeñita no dormiría en la cama, sino al lado o debajo.
—¡Pero papá, no dejaba de llorar y de tirar de las mantas con sus dientecitos! Habría sido cruel hacer que se quedara abajo.
—Una sola queja de la tata a mamá —le amenazó el duque—, y Pequeñita volverá a los establos. Lo entiendes, ¿no?
—La tata no se quejará. He limpiado el sitio mojado con mi propio pañuelo. Y he alabado la nueva cofia de la tata.
El duque volvió a cerrar los ojos. Pero oyó que la señora Fairygod ya se acercaba desde el otro lado de la habitación.
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La perla secreta (Adaptación Jelsa)
RomanceElsa ha caido lo mas bajo a lo que puede llegar una joven bien educada como ella en la Inglaterra victoriana. Obligada a vender su cuerpo en las calles, se entrega a un hombre en una sordida posada, un caballero apuesto y de espiritu atormentado. Pe...