Capítulo 9 (Parte 2)

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A la mañana siguiente, Elsa practicaba en la sala de música disfrutando de una intimidad total. La puerta que había entre esa sala y la biblioteca permanecía cerrada.

Y se sintió mucho más cohibida que ninguna otra mañana. ¿Acaso estaba él allí? ¿Acechaba detrás de la puerta cerrada, escuchando? ¿Estaba a punto de abrirla de un golpe, en cualquier momento, para criticar cualquier error que hubiera cometido tocando o para decirle que ya no podía seguir utilizando aquella sala? ¿O acaso no se encontraba allí? ¿Estaba realmente tan sola como parecía?

No podía concentrarse en las piezas que estaba ensayando. No conseguía dejarse llevar por la música que ya conocía y sabía tocar con los ojos cerrados. Tenía los dedos agarrotados y poco dispuestos a colaborar.

Sonrió para sí pensativa al salir de la sala cinco minutos antes de que la hora tocara a su fin. ¿Acaso podía relajarse más sabiendo que él estaba cerca que cuando estaba ausente, cuando se encontraba a aquel hombre oscuro y de facciones duras que la aterrorizaba más que nadie que hubiera conocido jamás, Hans incluido, y cuya proximidad física siempre provocaba que le entraran ganas de volverse y salir corriendo presa del pánico?

Mientras enseñaba distintos temas a Lady Arianna, se había pasado la mañana pendiente de ver si oía el sonido de unos pasos firmes acercándose a la puerta y del pomo girando.

Pero el duque las dejó en paz. Y parecía una mañana tranquila: Lady Arianna estaba tranquila y dócil de un modo poco habitual en ella hasta que de repente, mientras bordaban, agarró las tijeras y cortó primero el hilo de seda con el que había estado cosiendo y luego, a pedazos, el pañuelo de manera deliberadamente violenta.

Elsa la miró asombrada. Su propia aguja quedó suspendida en el aire. Estaba contándole un cuento.

—¡Dijo que podría bajar! —gritó Lady Arianna—. ¡Lo dijo! Y él también, en otro momento. Dijo que se lo recordaría. Lo dijo hace mucho tiempo. Nunca me dejarán bajar. Y no me importa. No quiero bajar.

Elsa dejó el bordado lentamente a un lado y se puso en pie.

—¡Y ahora les dirá que he sido mala —gritó la niña, haciendo un corte más con las tijeras—, y vendrán a la habitación y me regañarán! Mamá llorará porque he sido mala. Pero no me importa. ¡No me importa!

Elsa cogió las tijeras y el pañuelo roto de sus manitas y se agachó delante de la niña.

—¡Y todo es culpa suya! —chilló Arianna—. Mamá me dijo que podía bajar, y usted no me dejó. La odio, y le voy a decir a mamá que la mande lejos. Se lo voy a decir a papá.

Elsa cogió a la niña entre sus brazos y la abrazó fuerte. Pero Lady Arianna se desembarazó de ella con el brazo que le quedaba libre y pataleó con ambos pies. Lanzó unos chillidos muy estentóreos cuando Elsa la cogió entre sus brazos y se sentó con ella junto a la ventana, meciéndola, acunándola, cantándole suavemente.

Se abrió la puerta y entró la señora Fairygod.

—¿Qué le ha hecho a la pobre niña? —le espetó a Elsa, con la mirada encendida—. ¿Qué ocurre, señorita?

Extendió los brazos para coger a Lady Arianna. Pero entonces la niña gritó aún más alto y se aferró a Elsa, con la cara escondida en su pecho. La señora Fairygod volvió a desaparecer.

Lady Arianna estaba llorando en voz baja cuando volvió a abrirse la puerta varios minutos más tarde. El duque de Ridgeway la cerró tras de sí sin hacer ruido y se quedó de pie mirando unos instantes. Elsa tenía una mejilla apoyada contra la frente de la niña. No levantó la vista.

—¿Qué está ocurriendo? —preguntó él, atravesando la habitación—. ¿Arianna?

Pero ella continuó llorando en voz baja en los brazos de Elsa.

La perla secreta (Adaptación Jelsa)Donde viven las historias. Descúbrelo ahora