Elsa estaba leyéndole un cuento a Lady Arianna, aunque sabía que la niña no la escuchaba. Había visto llegar a su padre hacía más de una hora desde la ventana del cuarto de juegos, donde había estado con la señora Fairygod. Pero la niñera no le había permitido bajar corriendo al piso de abajo para recibirlo y poco después la había enviado al cuarto de estudio.
La niña estaba dividida entre el entusiasmo impaciente por su llegada y la insistencia tozuda en que no le importaba, en que de todos modos no quería verlo.
Aunque fuese una niña huraña y antipática la mayor parte del tiempo, a veces Elsa ansiaba cogerla entre sus brazos, estrecharla con fuerza, asegurarle que la querían, que importaba, que no se olvidaban de ella.
Sabía cómo era aquello. Claro que lo sabía, aunque no lo había sabido a una edad tan temprana. Y para cuando había sucedido ya era lo bastante mayor como para saber que no tenía que culpar a sus padres de ello. Siempre le había consolado el saber que la amaban, que para ellos lo era todo.
Puede que al fin y al cabo el caso de Lady Arianna fuera peor que el suyo. Su madre rara vez la visitaba, aunque la llenaba de amor y palabras cariñosas cuando la veía. Su padre llevaba varias semanas fuera.
Pero al final había venido. Se oyeron unas firmes pisadas masculinas en el pasillo, fuera del cuarto de estudio, y una voz profunda que hablaba con la señora Fairygod. Y Elsa soltó un suspiro de alivio por Lady Arianna, cuyo rostro se iluminó adoptando una expresión de entusiasmo poco habitual en ella, pero que la hacía atractiva, mientras la institutriz se ponía silenciosamente en pie, atravesaba la habitación y guardaba el libro para dejar un poco de intimidad al padre y la hija.
La puerta se abrió y se oyó un gritito infantil. Elsa sonrió y guardó el libro cuidadosamente en su estantería con los demás. A decir verdad, estaba nerviosa. ¡El Duque de Ridgeway! Siempre se lo había imaginado como un personaje magnífico.
—¡Papá! ¡Papá! —chilló Lady Arianna—. Te he hecho un cuadro, y he perdido un diente, ¿lo ves? ¿Qué me has traído?
Se oyó una risa masculina profunda, y un sonoro beso.
—Interesada —protestó él—. Pensaba que era a mí a quien te alegrabas de ver, Arianna. ¿Qué te hace pensar que te he traído algo?
—¿Qué has traído? —la niña seguía chillando.
—Más tarde —la contuvo—. Te ves rara sin el diente.
—¿Cuándo más tarde? —insistió la niña.
El Duque de Ridgeway volvió a reírse.
Elsa se volvió. Se sentía estúpida por su propio nerviosismo. Era hija de un barón. Había vivido en la casa de un barón, en Heron House, la mayor parte de su vida. No había el más mínimo motivo para que la intimidara un duque. Se enderezó, juntó las manos por delante en lo que esperaba que pareciese una actitud relajada y levantó la vista.
El duque tenía a su hija en sus brazos y se reía al abrazarse la niña a su cuello. La mitad de su rostro marcado se había vuelto hacia Elsa.
De repente, la chica se sintió como si estuviera en un túnel, un túnel largo y oscuro a través del cual soplaba un viento frío. Oía cómo zumbaba, aunque estaba convencida de que no había suficiente aire para respirar.
Los ojos del duque se encontraron con los de Elsa al otro lado de la habitación, y el frío penetró por la nariz de la chica y se le subió hasta la cabeza. El sonido del viento se convirtió en un zumbido sordo. Las manos se le volvieron frías y húmedas y como si estuviesen a un millón de kilómetros de su cabeza.
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La perla secreta (Adaptación Jelsa)
RomantizmElsa ha caido lo mas bajo a lo que puede llegar una joven bien educada como ella en la Inglaterra victoriana. Obligada a vender su cuerpo en las calles, se entrega a un hombre en una sordida posada, un caballero apuesto y de espiritu atormentado. Pe...