Elsa sólo tenía dinero para llegar hasta un pueblo situado a treinta y dos kilómetros de Heron House. Treinta y dos kilómetros resultaban todavía un camino muy largo, sobre todo con el tiempo frío e inestable que hacía. Y el fardo que parecía más pesado a cada minuto que pasaba y el estómago vacío no ayudaban a mejorar la perspectiva de una larga caminata.
Pero no había alternativa. Elsa se dispuso a recorrer los treinta y dos kilómetros. Tuvo la suerte de que la recogiera un granjero que iba subido en una carreta incómoda y hedionda y así avanzó cinco o seis kilómetros. Y a once kilómetros de casa la reconoció otro campesino que conducía un carro y la llevó directamente a la puerta de Heron House. Sólo pudo agradecérselo y confiar en que no esperase que le pagara.
Pero cuando el hombre hizo girar a sus caballos y partió rápidamente pensó, con una sonrisa atribulada, que quizá se vería recompensado con la alegría de ser quien diera en el pueblo la noticia de que ella había vuelto.
Cuando entró en casa, quedó claro que los criados no sabían qué hacer. Elsa respiró hondo y decidió tomar la iniciativa.
—Estoy cansada, Dingwall —le dijo al mayordomo, como si acabara de volver de dar un paseo por la tarde—. Que lleven agua caliente a mi habitación para darme un baño, por favor, y que vaya Annie.
—Sí, señorita Andersen —asintió el mayordomo, mirándola, según la opinión de Elsa, como si tuviese dos cabezas. Dingwall volvió a hablar cuando ella se volvió para subir las escaleras—. Annie ya no está con nosotros, señorita Isabella.
—¿Se ha marchado? —preguntó la chica, volviéndose—. ¿Lord Brockehurst la ha despedido?
—Le ofrecieron un trabajo en Norfolk, en la casa donde trabaja su hermana, señorita Isabella. Le dio pena irse.
—Entonces envíame a otra de las criadas.
Mientras subía las escaleras restantes hasta su habitación y miraba todos los objetos familiares a su alrededor que habían formado parte de su identidad durante muchos años, Elsa pensó que esperaba volver a ver a Annie otra vez. Resultó casi una sorpresa descubrir que no habían quitado nada de su habitación. Incluso la ropa que había guardado en su baúl estaba en un armario. Después de todo no era necesario que se hubiese traído ropa nueva de Willoughby Hall.
Y deseaba hablar con Annie, que al parecer había sido la que había descubierto las joyas en su baúl. ¿Estaba sola la criada cuando las encontró? ¿Se fue corriendo a contárselo a Hans? ¿Había pensado Annie que era culpable?
Probablemente nunca podría despejar esas incógnitas. Annie se había ido a Norfolk. Elsa no recordaba haberle oído mencionar que tuviera una hermana trabajando allí. Probablemente Hans la había despedido porque era la doncella de Elsa y ya no la necesitaba en la casa.
Resultaba extraño haber vuelto, encontrarse con que todo era tan normal exceptuando el hecho de que la prima Drizella, Anastasia y Hans no estaban en casa. Elsa había huido de su vida sólo tres meses atrás. Y suponía que pronto volvería a temer por ella. Alguien haría algo en cuanto el impacto de verla volver a casa se hubiera disipado. Alguien mandaría a buscar a Hans o haría alguna otra cosa para detenerla.
Sin duda el propio Hans en cuanto la echaran de menos en Willoughby Hall. De hecho, puede que no lo hubiera dejado muy atrás. Quizás no tendría ni siquiera esa noche para sí misma.
Pero estaba en el único lugar en el que podía estar.
Elsa se bañó y se lavó el pelo cuando le trajeron agua, y se puso uno de sus propios vestidos. Casi volvió a su ser mientras se cepillaba el pelo y se lo peinaba sin la ayuda de la doncella que le habían enviado.
No quería pensar en el retorno de Hans. Tenía unas cuantas cosas que hacer antes de que llegara. Y no quería pensar en absoluto en su pasado más reciente. No quería pensar en Lady Arianna y en los días que habían pasado juntas. No quería pensar en la magnífica casa que había llegado a considerar casi suya. Y no quería pensar en él. No, no lo haría.
Pero pensó en su cabello oscuro y fuerte, en sus rasgos duros, en la cicatriz cruel que le atravesaba el lado izquierdo de la cara. Pensó en sus manos de dedos largos y cuidados, aquellas manos que tanto había temido porque la habían tocado de un modo impersonal, pero en lo más íntimo de su cuerpo, y que la habían sujetado para infligirle dolor y degradación. Pero aquellas mismas manos la habían abrazado cariñosamente y le habían sostenido el rostro y apartado las lágrimas de él.
No quería pensar en él. O si no podía evitarlo, lo recordaría diciéndole que se quitara la ropa y sentándose para observar el espectáculo. O echado sobre ella, mirándolo mientras le arrebataba su virginidad. O diciéndole que era una puta y que estaba disfrutando lo que le estaba haciendo... ¿pero acaso había dicho alguna de esas cosas? ¿O solamente habían formado parte de sus pesadillas?
No quería pensar en él. O si tenía que hacerlo, recordaría que era un hombre casado, que tenía una esposa bonita y una hija a la que quería mucho.
No quería pensar en él.
—Entra —respondió cuando alguien llamó a la puerta de su vestidor.
Era una criada que le informaba de que tenía visita en el piso de abajo.
Poniéndose en pie y enderezándose pensó que parecía que no iba a tener ni siquiera una noche de paz. Ya había empezado el drama. Puede que volver a casa fuese lo más estúpido que había hecho en su vida.
Pero tenía que volver. No le quedaba ninguna otra alternativa que no fuera perderse.
El mayordomo le abrió la puerta hacia el salón donde recibían las visitas y Elsa entró en él.
—¡Isabella! —Rapunzel Krone, una mujer pequeña y bastante delgada que tenía el pelo rubio y largo, mal peinado como de costumbre en un moño en lo alto de la cabeza, corrió hacia ella extendiendo los brazos—. ¡Ah, Isabella, querida, acabamos de enterarnos de que estabas en casa!
Las lágrimas empañaron la visión de Elsa al envolverse en un abrazo con su amiga, pero no sin antes ver a Frederick de pie en silencio delante de la chimenea, alto, rubio y guapo con su negro atuendo clerical.
—¡Rapunzel! —exclamó Elsa, con la voz ahogada por la emoción—. ¡Oh, cuánto te he echado de menos!
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La perla secreta (Adaptación Jelsa)
RomanceElsa ha caido lo mas bajo a lo que puede llegar una joven bien educada como ella en la Inglaterra victoriana. Obligada a vender su cuerpo en las calles, se entrega a un hombre en una sordida posada, un caballero apuesto y de espiritu atormentado. Pe...