Elsa estaba disfrutando enormemente. Había algo increíblemente romántico en estar al aire libre de noche, en los faroles de colores que se balanceaban en los árboles y se reflejaban junto al agua oscura, en las personas vestidas de manera elegante, charlando y riéndose alegremente, en la música que obligaba a los pies a zapatear y a las caderas a menearse.
Había decidido que disfrutaría del baile, y lo estaba haciendo. La vida había resultado una pesadilla tremenda durante seis semanas, y la amenaza de que podría volver a ser así —o incluso peor— todavía planeaba por encima de su cabeza y lo seguiría haciendo para siempre. Pero por ahora había recibido un precioso regalo de paz: puede que no para siempre, puede que sólo durante una semana o un día, pero no quería pensar en la eternidad. Sólo quería pensar en aquella noche.
Esperaba bailar. A fin de cuentas, el señor Dunbroch se lo había pedido más o menos por adelantado. Pero no esperaba bailar cada serie de piezas aquella noche, y además con diversas parejas. Incluso algunos de los invitados al baile que no se hospedaban en la casa bailaron con ella y supieron que era la institutriz.
El señor Dunbroch bailó con ella cuatro veces en total, y habló con ella cada vez que las figuras de la danza no los separaban. Tenía una conversación ligera, entretenida, apropiada para la ocasión. Se llevó la mano a los labios después de la cuarta vez, y le indicó sonriendo y guiñándole un ojo que tenía que contenerse y no bailar con ella de nuevo para no privar a los demás caballeros de la dama más encantadora que existía, tras lo cual la condujo a un lugar un poco apartado de la zona de baile donde se encontraba el duque de Ridgeway de pie hablando con una dama mayor.
Elsa deseaba que la hubiera llevado a cualquier otro lugar. La única sombra de aquella noche, el único detalle que sin duda había amenazado con arruinar su alegría era la presencia constante de Su Excelencia. No lo había mirado ni una sola vez, pero aun así había descubierto que a cada momento sabía dónde estaba y con quién bailaba o hablaba.
Parecía un tanto distinto de los otros caballeros, vestido con un atuendo nocturno de color negro y lino blanco como la nieve que brillaba a la luz del farol. Y por supuesto su altura y su color de piel y de cabello enfatizaban su misterio.
A Elsa le pareció que debía de estar espléndido, si sólo se veía el lado derecho de su cara y no la cicatriz aterradora del lado izquierdo. Aunque no sabía por qué le aterrorizaba una herida que le habían infringido en la batalla, cuando luchaba por su país. Puede que incluso con la cicatriz le resultase espléndido a alguien que no lo hubiera visto acercarse en las sombras del teatro Drury Lane, alto, oscuro y amenazador con su capa nocturna y su sombrero, para preguntarle si buscaba trabajo por una noche.
Elsa trató de no aferrarse demasiado al brazo del señor Dunbroch, y de mantener intacta su sonrisa.
—Señora Kendall —intervino el señor Dunbroch en la conversación del duque—, ¿conoce a la señorita Arendelle, la institutriz de Jack? O supongo que debería decir de Lady Arianna.
Elsa le sonrió a la señora Kendall cuando las presentaron.
—Es una noche espléndida, Jack —comentó el señor Dunbroch—. No recuerdo un baile en Willoughby que fuera mejor que éste. Ah, un vals, ¿señora? —Hizo una reverencia y tendió una mano a la señora Kendall.
Se marcharon antes de que la mente de Elsa pudiera manifestar su consternación.
—¿Señorita Arendelle? —Elsa vio que los ojos del duque brillaban en dirección a los suyos—. ¿Le gustaría bailar?
Ella lo miró fijamente, y él tendió la mano para tomar la suya, aquella mano hermosa y de dedos largos. Y la pesadilla volvió. Ni siquiera aquella noche podría disfrutar.
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La perla secreta (Adaptación Jelsa)
RomanceElsa ha caido lo mas bajo a lo que puede llegar una joven bien educada como ella en la Inglaterra victoriana. Obligada a vender su cuerpo en las calles, se entrega a un hombre en una sordida posada, un caballero apuesto y de espiritu atormentado. Pe...