Treinta y ocho.

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Al ser lunes, el pub se encontraba medio vacío. Solo unas pocas mesas estaban ocupadas y si no fuera por una de las mesas de atrás, donde un grupo de unos cuantos hombres hacían alboroto, esto estaría casi muerto.

Eran pasadas las nueve, lo que significaba que Éire estaría en su hora de descanso. El que no estuviera detrás de la barra confirmaba aquel hecho.

Estaba por caminar hacia la puerta que llevaba al callejón de atrás cuando Vic me detuvo, tomándome del brazo, asintiendo hacia la mesa donde los hombres se encontraban.

No les había puesto atención cuando entré al lugar. Más que nada porque no conocía a la mayoría de ellos, y por eso los pase de largo, pero ahora, unos cuantos chicos que me habían estado tapando la vista, se habían hecho a un lado. Y dejaban ver a Samir en el centro de la mesa.

Un nudo se aglomero en mi estomago. No pude -ni quise- calmar el sentimiento de odio que se instaló en mi pecho. Cuando uno de los hombres se movió, recargando el brazo en el respaldo de la silla a su lado, logré ver una silueta más pequeña. Cabello negro, amarrado en una coleta descuidada. Un destello de piel blanca.

Éire.

Éire rodeada de un montón de hombres.

Éire con el brazo de otro hombre rodeandola.

Éire riendo y disfrutando con todos ellos.

El mundo se volvió rojo. Me costó respirar. Deje de pensar. Ni siquiera sentí el dolor que yo mismo me infringí al enterrarme las uñas en las palmas de mis manos al hacerlas puños. Iba a ir por ellos. Quería ir a por ellos. Iba a tomar ese maldito brazo y quebrarlo hasta que fuera imposible para los huesos volver a unirse y funcionar.

El ruido de vidrio estrellándose consiguió que dejara de mirar hacia aquel lugar. La dueña del pub, Kendra, había estrellado contra las mesas dos botellas de cerveza, y nos apuntaba a mí ya Vic con una, y a la mesa de Samir con otra.

—¡Ni se les ocurra, pedazos de cabrones, empezar una pelea en mi jodido negocio, oyeron!

Ellos ni siquiera se habían dado cuenta que habíamos llegado. Samir se enderezó en su lugar echando un vistazo hacia donde nos encontrábamos, sus lame huevos inquietándose. No hizo más que mostrar ambas palmas de sus manos hacia donde se encontraba Kendra, y luego un saludo militar.

Mi mirada se detuvo un segundo en Éire, sus ojos no demostraban nada. Me miraba como si no fuera nada, como si no hubiéramos pasado los últimos meses despertándonos uno al lado del otro. La odie.

Me costó despegar mi mirada de ella, trague saliva con dificultad y asentí hacia su jefa. —¡Bien!, —volvió a agitar las botellas quebradas— ¡Advertidos están!

Comencé a caminar hacia las mesas de atrás, pero otro ladrido de Kendra me detuvo. —¡Hey! —apunté hacia una mesa vacía que estaba frente a ellos, solo dos mesas nos separarían, y seguí caminando.

Barrabrava.Donde viven las historias. Descúbrelo ahora