Capítulo 40

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Julian se demoraba y Nick parecía ser el único preocupado al respecto. Llamativamente preocupado. Albert por su parte permanecía tranquilo, disfrutando la velada con su eterno aire de hombre mundano al que pocas cosas podían inquietar. No era infrecuente que él y Julian tomasen caminos separados en mitad de la noche si así lo deseaban. Entre ellos, las explicaciones nunca eran necesarias.

-Iré a ver qué sucede con Julian- anunció Nick.

-Tranquilo...ya vendrá- dijo Albert con liviandad.

-¿Vendrá?- preguntó algo molesto por su displicencia- Vendrá si es que puede hacerlo. Tal vez no lo notaste pero...

La severa mirada de Fabrizio lo hizo interrumpirse. Su voz y sus palabras adoptaron un matiz más sosegado.

-Se veía algo mareado. Iré a asegurarme de que está bien, me sentiré más tranquilo. Discúlpenme, por favor.

Salió a la calle presuroso y miró a los costados. No había rastros de su presencia.

-¡Jules!- comenzó a llamarlo apenas se alejó un poco.

Pero nadie respondió.

Caminó sin rumbo intentado hallarlo. Recordó el día en que dejó la prisión, aquel sacrificio voluntario destinado a arrancarlo de su vida, por su bien. ¿De qué había servido? No podía sacarlo de sus pensamientos ni ser él quien se alejara de su camino. De una forma u otra, volvían a encontrarse. Un reencuentro que estrangulaba lentamente toda posibilidad de olvido y tenía el efecto de la sal sobre las heridas aún abiertas.

Pasó por el parque y entonces lo vio. Sentado en la misma banca que solían ocupar cuando eran felices juntos. Cuando Julian todavía sonreía y su risa reverberante contagiaba la dicha que los embargaba. Cuando él mismo parecía olvidar por un instante el odio del que se había alimentado para asomarse con asombro al mundo nuevo que acababa de conocer a su lado.

Pero ya no había nada de todo aquello. Sólo estaba Julian sentado, con la espalda encorvada y la mirada perdida mientras apuraba los últimos tragos de una cerveza que con seguridad no habría sido la única.

Oculto tras un frondoso árbol, Nick lo observaba. No podía dejarlo en ese estado y tampoco podía acercarse. Sólo alteraría la poca paz que les quedaba.

Lo miró largo rato. Lo vio sollozar, ponerse de pie a duras penas, patear piedras, como si con ello pudiese aventar el dolor lejos de sí. Cansado, se recostó pesadamente sobre la banca. No tenía intenciones de levantarse hasta que el día, o tal vez el mediodía, lo despertase.

Lo contempló a la distancia hasta asegurarse de que había sido vencido por el pesado sueño que da el alcohol. Se acercó despacio, acuclillándose a su vera. Contempló su rostro y ahora sí, al amparo de la inconsciencia y la oscuridad, se permitió acariciar su cabello. Añoraba tanto esa sensación. Su dedo paseó delicadamente por el trazo de sus cejas, recorrió sus mejillas y repasó las líneas de sus labios. Se permitió revivir, quizá por última vez, la ilusión de que todo aquello aún era suyo. Por un momento, intentó no pensar que el joven que supo adueñarse de su amor era el mismo que por su causa, se había transformado en la sombra de aquel que conoció.

Revisó los bolsillos de Julian y comprobó con agrado que podía reconocer las llaves. Las mismas que alguna vez había tenido él. Se alejó unos metros, cuidadoso de no despertarlo, y ordenó un taxi. Con ayuda del chofer, lo subieron al vehículo y se encaminaron al apartamento que alguna vez compartieron.

Abrió la puerta y cargándolo, entró a oscuras. Lo recibió el jadeo curioso de Némesis. No necesitaba luz para reconocerlo y pronto su acercamiento tímido se trocó en una alegre bienvenida canina.

NémesisDonde viven las historias. Descúbrelo ahora