Capítulo 21

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Cubierto por sus sábanas, Rubius lloraba en silencio. Estaba recostado en una cama no muy cómoda y un tanto pequeña. Se hallaba realmente incómodo, pero no se podía quejar.

Con cada día que pasaba se sentía más débil. Le daban pastillas todos los días, puesto a que hubo varias veces que lo oyeron hablar con su amigo fantasma cuando él pensaba que nadie los escuchaba. Desde ese entonces supusieron que la parte psicótica de su diagnóstico estaba empeorando, así que le aumentaron la dosis.

Se sentía mil veces peor que la primera vez que estuvo allí. Cuando lo encerraron, se despertó en su "habitación", confundido. Una vez que se pudo recomponer, trató de salir de ahí, pero no lo consiguió. Desesperado por no encontrar una salida, se acostó en la única cama que había allí y se echó a llorar durante largos minutos. Mangel no apareció hasta unos días después cuando no le estuvieron dando las pastillas. Su presencia era menor cuando se las suministraban, por no decir inexistente.

Al principio, se quedaban todas las noches a hablar, pero desde que le fueron dando más medicamentos aparecía muy poco. Esto le deprimía aún más, ya que la única persona que lo estuvo apoyando durante los últimos meses había sido él, y al ver que ya ni lo encontraba, se volvía a sentir perdido.

Tenía dos veces a la semana una charla con un psiquiatra. En los centros psiquiátricos siempre hay uno que analiza cómo va el tratamiento del paciente, determinando si está mejorando o no. En su caso, la respuesta era un rotundo «no». Nunca hablaba; apenas lo hacía con el psiquiatra. En la cafetería siempre se iba solo a un rincón, y se quedaba allí, jugueteando con su comida, ya que apenas comía algo. De no ser porque los enfermeros le obligaban a alimentarse por su depresión y su anemia, probablemente estaría desnutrido. Lloraba prácticamente todas las noches, y de la locura que le provocaba aquella soledad y encierro había veces en las que hablaba solo; no con Mangel, ni con cualquier otra persona. También tenían unas sesiones que, supuestamente, ayudaban con su tratamiento, las cuales se trataban de clases de arte y música. Siempre fallaba en todas. En arte hacía dibujos abstractos; a veces, sin intención de hacerlos; pero, para los doctores, esto indicaba que la psicosis iba empeorando. En música no hacía nada. Se sentaba en la parte más alejada del lugar, y se quedaba ahí toda la clase, con la mirada perdida en algún punto. El insomnio volvió a aparecer súbitamente. Había varias noches en las que se desvelaba, pues su mente se hallaba más intranquila y lo atormentaban sus pensamientos. Cuando esto pasaba, intentaba calmarse, pero nunca lo conseguía.

El psiquiátrico le daba miedo a la noche. A veces se escuchaban ruidos de las otras habitaciones, que eran causados por los pacientes que se encontraban ahí. Toda la habitación se sumía en una oscuridad perturbadora que lo volvía paranoico. También su ansiedad fue incrementando. Todas las personas de allí le producían una sensación de desconfianza, y cuando asistía a las clases o a la cafetería se alejaba lo más que podía por miedo a estar en un grupo amplio que lo podrían juzgar. Tenía miedo hasta de salir de su habitación, pero si no lo hacía se quedaba sumergido entre sus pensamientos, y eso no le gustaba. Lo ponían muy mal; tanto, que podían llevarlo al borde de la locura. Últimamente le daba miedo su propia mente. Había muchos pensamientos que lo abrumaban y no quería que estos tomaran control de sí mismo algún día.

Tenía miedo hasta de pronunciar alguna palabra que lo podía hacer quedar mal. Había habitaciones de aislamiento para los pacientes que tenían brotes psicóticos constantes, o que su enfermedad era bastante grave, y él evitaba a toda costa cualquier tipo de acción o palabra que lo condujera a estar en una de ellas. Era muy cauteloso con todos sus movimientos. Sabía que había ojos por todos lados que observaban con mucho detenimiento todo lo que hacía para determinar su estado. Esto a veces le afectaba a un nivel extremo, provocando que mirase alrededor cuando entraba a algún salón. La comida no era la mejor. Una cosa que le desagradaba de los hospitales era lo que daban para comer, y este no era la excepción. Le recordaba a la comida que servían en la cafetería de su colegio.

Había horarios de visita para los seres queridos de los pacientes. Cuando alguien venía de visita, siempre había dos o tres guardias que vigilaban la conversación para asegurarse que no le entregaran alguna herramienta que ayudara al paciente a escapar, o que le dieran alguna sustancia tóxica o arma. Siempre esperaba con ansias a que alguno de sus amigos viniera a visitarlo. Todos los días se preguntaba cuándo vendrían. Necesitaba que alguien más le apoyara y le brindara, aunque sea, un poquito de fuerzas que a él tanto le faltaban. Pero, siempre volvía a su cuarto, más deprimido y decepcionado al ver que nadie lo llamó para informarle que sus amigos habían venido. Cuando eso pasaba, sus inseguridades atacaban con mayor ferocidad. ¿Hizo algo mal? ¿Sus amigos pensaban con todo su ser que estaba loco y que no debían ir a visitarlo? ¿Acaso le tenían miedo? ¿Tal vez le tenían rencor por algo que hubiera hecho en el pasado? Cuando pensaba esta clase de cosas había voces en su cabeza que le empezaban a atormentar, diciéndole que «se lo merecía» o que «había sido un mal amigo y por eso le estaban pasando todas estas cosas».

No le contaba estos temas al psiquiatra. No lo hacía con nadie. Era muy cuidadoso a la hora de hablar, y procuraba evitar que supiera de aquellos pensamientos que cada día le daban más miedo. Lo llevaban a pensar cosas que intentaba con toda su fuerza de voluntad que dejaran de hacer acto de presencia. Podía ser realmente peligroso, y él no quería que eso sucediera.

Otra cosa que también había obtenido con el paso de los días fueron las pesadillas recurrentes. Se trataban de diversos temas y todas siempre lograban lo mismo: hacerlo llorar durante un largo rato. Podían ser de un tema típico que alguien tiene al soñar, hasta ser realmente perturbadoras, ocasionando que al despertar su respiración sea acelerada y le diera miedo volver a dormir.

Este tipo de situaciones le hacían darse cuenta cuánto anhelaba que Mangel estuviera con él, abrazándolo y consolándolo. Siempre suplicaba que apareciera, como había hecho anteriormente para que su espíritu estuviera con él, pero nunca sucedía. Últimamente, sentía su presencia más débil, y eso le daba miedo. No quería perderlo; no de nuevo.

También le daba miedo su dependencia hacia él. Nunca fue así con nadie, pero con él sí. Podía ser que lo necesitara tanto porque era su «guardián espiritual» o, quizá, porque sus almas estaban unidas. Cuando pensaba en esto, recuerdos que tenía con él se proyectaban en su mente, y gracias a ellos, se percataba de lo dependientes que podían llegar a ser del otro. Lo extrañaba, y mucho. Era su persona favorita y la idea de volver a perderlo lo ponía nervioso.

Sus inseguridades volvieron a hacer acto de presencia. ¿Y si Mangel no volvía? ¿Y si lo había perdido para siempre? Ya ni lo veía y eso no le agradaba. Se suponía que era su guardián espiritual, ¿no debería de estar con él?

De repente, un pensamiento que no le gustó se le cruzó por la mente. ¿Y si realmente estaba loco?

Almas unidas (Rubelangel)Donde viven las historias. Descúbrelo ahora