Capítulo 26

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Mangel vagaba por los pasillos del psiquiátrico. Buscaba a Rubius por todos lados, pero no lo encontraba por ninguna parte. Decidió buscar en los lugares donde solía estar: su habitación, en la cafetería, pero no estaba en ninguno de los dos. Buscó a Olivia y a Antonio, para ver si estaba con ellos, pero tampoco lo encontró.

«¿Dónde estará?», se preguntó, ya bastante preocupado.

Deambuló por todos los pasillos, viendo pasar enfermeros, pacientes, de todo, pero no encontró a su amigo. Decidió volver a la habitación de Rubius. Quizás había vuelto sin que él supiera. Regresó rápidamente allí, dándose una vuelta nuevamente por todo el psiquiátrico, y cuando llegó, traspasó la puerta. Buscó con la mirada, pero nada, ni un rastro de su amigo.

Se estaba estresando demasiado. ¿Adónde podía haber ido? No había tantos lugares en los que podría estar, y al resto no se atrevía a ir por ninguna circunstancia; sabía que a Rubius le daba miedo esos pasillos que llevaban a habitaciones donde podía ver cosas que a lo mejor prefería no recordar.

De repente, paró en seco. Recordó que no le habían dado sus pastillas todavía. Mangel se preocupó muchísimo más, así que empezó a repasar de nuevo cada pasillo del psiquiátrico, buscando desesperadamente a Rubius. Observó detenidamente a todo el gentío que caminaba con rapidez; los analizó de arriba a abajo, pero ninguno era el peliblanco.

No entendía. ¿Cómo podía haber desaparecido así? De pronto, se le ocurrió algo: quizá sí estaba en los «innombrables pasillos prohibidos». Vaciló antes de dirigirse hacia ellos, pero después de un rato, se armó de valor y cruzó la puerta que lo llevaba a las habitaciones de aislamiento. Deambuló por tres de ellos, y agradeció enormemente que las puertas no tuvieran alguna clase de ventanilla por la que se pudiera ver al paciente que estaba dentro; no sabía si podría soportarlo.

Hasta que, finalmente, en el cuarto pasillo, lo encontró. Rubius caminaba torpemente; andaba encorvado y su semblante era inexpresivo. Parecía curioso, mirando a los lados como si estuviera viendo exhibiciones en un museo. Pero, luego, notó otra expresión: paranoia. Lanzaba miradas de soslayo detrás suya de vez en cuando; hasta llegó a pensar que se había dado cuenta que estaba ahí pero lo ignoraba.

«¿Qué cojones hace?», se preguntó. A Rubius le aterraba la idea de pasar cerca de las habitaciones de aislamiento; apenas podía ver la puerta que llevaba hacia ellas. «Me da mala vibra.», le dijo un día. Y ahora allí estaba, recorriendo el extenso pasillo como un niño que se escabulló de sus padres para ver los animales del zoológico.

Ya cansado de las actitudes de su amigo, se dirigió hacia él y le tocó el hombro. Rubius dio un respingo, y se dio la vuelta, para ver quién había hecho eso. Podía ver su cuerpo temblar y el sentimiento de miedo que se apoderó de él.

—Por favor, no me hagas nada —suplicó el peliblanco.

Mangel se sorprendió por esto. ¿Qué le pasaba a su amigo?

Rubiuh, soy yo: Mangel. No te haré daño.

Cuando le dijo esto, Rubius lo observó detenidamente durante un rato, con miedo. Hasta parecía que no lo reconocía. Pero, después de un rato, una sonrisa torcida se le dibujó en el rostro.

—¡Ah, Mangel! Sí, sí, ya sé quién eres —exclamó, como un niño.

Rubiuh, estás...

—¡Mangel, te tengo que mostrar todo lo que he descubierto por aquí! Estas se llaman habitaciones de aislamiento. ¿Crees que aislarán monstruos?

—Pues no, aíslan personas.

—Por eso: monstruos.

—No creo que una persona con trastornos mentales se le pueda llamar «monstruo».

Almas unidas (Rubelangel)Donde viven las historias. Descúbrelo ahora