Capítulo 23

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Todos los días lo observaba; no podía hacer otra cosa de todos modos. Veía cómo se deterioraba cada vez más y sus ojeras agrandarse. Su llanto hacía acto de presencia todo el tiempo y sus horas de sueño duraban menos. Lo veía despertar en la noche, asustado por alguna pesadilla, y cómo se ponía paranoico después por los ruidos raros que se escuchaban en el psiquiátrico; podía apreciarlo mirar a todos lados por el miedo que le producía la oscuridad perturbadora de este.

Trató de hablarle; de decirle que ahí estaba; que no lo había abandonado, pero no pudo. No entendía por qué Rubius ya no lo escuchaba. Estaba prácticamente a su lado y no lo veía.

Después de unos días, Mangel se dio cuenta por qué: las pastillas. Estas lo llevaban a una realidad alterna, obligando al cerebro de su amigo a estar conectado ahí, y solo ahí. Intentó varias veces poder estar a su lado, pero el efecto de los medicamentos que le daban no se lo permitían. Solo se vieron pocas veces, cuando el efecto era menor o cuando no se los suministraban.

Cuando llegaba el día en que Rubius lo podía ver, él se emocionaba. Los ojos de su amigo siempre brillaban y se abalanzaba a él con cariño, sumiéndose en un agradable abrazo que duraba largos minutos que apreciaba con toda su alma. No obstante, un sentimiento de tristeza se le formaba cuando lo veía desde la lejanía sin que su amigo supiera. Notaba que con cada día que pasaba se adentraba más en los tormentos que habitaban en su turbulenta mente. Podía ver cómo se quedaba perdido en sus propios pensamientos y, cuando lo hacía, finas lágrimas descendían por sus mejillas; al principio lentas, casi tímidas, y luego, caían con abundancia acompañadas de sonoros sollozos. Había veces en las que Rubius se tomaba de la cabeza y susurraba «Basta»; luego, se abrazaba las rodillas y lloraba desconsoladamente.

Cuando escuchaba la puerta de su habitación abrirse se sobresaltaba; casi pegaba brincos cuando le sucedía. Se asustaba cuando oía a alguien entrar a su cuarto, pero siempre resultaba ser alguna enfermera. También, cuando iba a la cafetería, se alejaba lo más posible de todo el gentío, yéndose a alguna mesa que estuviera ubicada al fondo de la sala. Le producía ansiedad estar con tanta gente; notaba que observaba a su alrededor, fijándose si alguien lo observaba, y si resultaba ser así, paraba de comer y se quedaba quieto, casi inmóvil.

Le daba tanta tristeza ver a su amigo de esa manera. Podía sentir el gran vacío que habitaba en su alma y había veces en las que aquellos pensamientos extraños se proyectaban en su mente, consiguiendo que quedara en estado de shock. También sentía la gran soledad de su amigo; aquel sentimiento que cada día lo consumía y deprimía más.

Lo compadecía profundamente a Rubius. ¿Cómo no sumirse en una gran depresión si nunca estaba tranquilo? Sentir miedo, soledad, tristeza, ansiedad y paranoia todos los días no era algo muy agradable. Era difícil estar estable emocionalmente si en su mente solo se encontraban pensamientos abstractos, extraños, casi turbios. Eran como susurros. Murmullos molestos que estaban en su oído y no querían irse de allí. Palabras que lo atormentaban día tras día y que debía soportar si quería conservar la cordura. Pensamientos negativos, casi destructivos, que lo volvían loco. Admiraba a Rubius por su gran fortaleza por seguir aguantando y que todavía tuviera un poco de cordura.

Todavía.

Es que era realmente admirable. Cualquier persona en su lugar ya habría perdido completamente la cabeza. No se hallaría estable emocionalmente en ningún sentido y se encontraría totalmente loco, perdido, sin un camino el cual seguir. En cambio Rubius seguía peleando por su cordura, por mantenerse de pie, y eso lo reconfortaba considerablemente. Su amigo no se rendía, y eso lo relajaba.

Todavía.

Sacudió la cabeza. El miedo lo atormentaba a él también constantemente. Tenía miedo por su amigo; no quería que perdiera la locura por completo. No podría verlo de esa manera, tan perdido, tan ido de la realidad, tan solo... El solo pensar en ello le daba escalofríos. Rubius necesitaba un pilar en el que apoyarse para no caer a aquel vacío de locura y depresión. Si se quedaba por su cuenta en esa lucha iba a caer tarde o temprano, y eso no lo podía permitir. Con sus amigos ya no contaba, o al menos por ahora. Él lo iba a ser; siempre lo hizo. Iba a permanecer a su lado a pesar de que hubiese días que no lo viera y otros que sí. Porque no importaba si estaba muerto y no pudiera apoyarlo de la misma manera que lo hizo toda la vida, él seguiría ahí. Y si algún día desaparecía, también seguiría ahí, acompañándolo desde el Más Allá. No le iba a ser tan fácil a Rubius deshacerse de él.

De pronto, una imagen de su amigo se proyectó en su mente. Se encontraba en la cafetería en este momento, solo. Admiró la figura de Rubius. Era increíble que antes siempre estaba cargado de energía, sonriente, divirtiéndose con sus amigos. Generalmente andaba con semblante despreocupado, relajado, sin ninguna angustia, solamente la pregunta de qué haría el próximo día. Y ahora lo veía tan indefenso, tan deprimido, tan frágil... Se veía consumido por una gran depresión que le carcomía el cerebro diariamente, cosa que no lo dejaba nunca tranquilo. Esa apariencia que demostraba era el opuesto de su personalidad pasada. Y le dolía muchísimo en el alma verlo así. Sentía que filosas chuchillas se le clavaban en lo más profundo de su ser, lo cual era extraño de sentir porque era un fantasma. No le agradaba nada ese sentimiento; no podía ver a su amigo tan débil y desdichado. No, definitivamente no podía.

De repente, notó que dos personas se acercaron a la mesa de su amigo. Eran dos enfermeros: una mujer y un hombre. Le entró miedo por unos segundos. Nunca había pasado eso en toda su estadía en el psiquiátrico. ¿Le harían algo malo? Esperaba que no; que solamente fuera un sentimiento paranoico suyo y nada más. Afortunadamente fue así. Se relajó cuando vio que charlaban amenamente y que Rubius se encontraba feliz en ese ambiente. Además, pudo divisar una pequeña sonrisa en el rostro de su amigo. Se extrañó por eso, pero al aguzar mejor la vista notó que eran Antonio y Olivia, los enfermeros amables que se hicieron amigos de Rubius.

Una pequeña lágrima cayó de su ojo izquierdo, lo cual le resultó extraño porque no le podían pasar estas cosas siendo un fantasma. Pero se hallaba tan feliz porque alguien además de él pudiera hacer sentir a Rubius de esa manera en estos momentos tan difíciles; lo liberaba de un gran peso de encima.

Sonrió ampliamente y murmuró:

—No te preocupes, mi Rubiuh. Siempre voy a estar aquí.

Almas unidas (Rubelangel)Donde viven las historias. Descúbrelo ahora