4

8 2 0
                                    

Hugo

No me preocupé en llamar a mí madre para que viniera a buscarme. Ya le había causado suficientes problemas. Lo único que podía hacer era dejar que se relajara por el resto de la noche. Así que después de que firmaron mi papel, me dirigí a casa a pie.

No había tenido que caminar a ningún lado desde que compré mi viejo Mustang cuando tenía dieciséis. Por fortuna, mi madre no había preguntado de donde saqué el dinero porque había costado meses de vender polvos blancos para poder costearla. Vender cocaína a los dieciséis me había metido en muchos problemas, pero valio la pena, por mi Mustang sesenta y nueve. Se veía como una mierda pero corría como un campeón.
Al menos lo hacía hasta que me puse estúpido y arruiné la jodida cosa mientras corría.

Estaba a medio camino de la carretera cuando mi madre se detuvo a recogerme.

—No tenías que caminar, Guito. Te dije que estaría aquí.

Siempre me gustaba cuando me llamaba Guito o Huguito. Mi nombre era Hugo, pero ella lo uso cuando tuvo que darme un apodo por primera vez. A los doce años, era un buen cambio, igual que lo había sido su casa. Mudarme de una casa de acogida a otra significaba vivir en unos lugares muy oscuros. En el momento en que entré en su casa, sentí que estaba en casa.

Ella me miró con ojos cansados. La nueva medicina para el dolor estaba tomando todo de ella. Justo después de haber llegado con ella, comenzó a tener horribles dolores en sus piernas y en su espalda baja. Fue a doctores diferentes cada mes, pero nadie podía decirle qué estaba mal. Fue el quinto doctor que finalmente la diagnosticó con esclerosis múltiple.

A través de los años, ella se había puesto peor. Su visión estaba disminuyendo y había días en los que ella tenía problemas moviéndose. Yo estaba allí para ayudarla en todo lo que podía. Ella odiaba la ayuda, pero la necesitaba.

Era casi como si fuéramos perfectos el uno para el otro. Yo era un niño no deseado abandonado en casas hogar a casa hogar, y ella era una mujer que no podía tener hijos. Nadie me quería. Una vez que fue diagnosticada, me necesitaba. Funcionó.

Aún puedo recordar la primera vez que la llamé mamá. Me metí en problemas en la escuela y el director la llamó. La presenté como mi mamá en la oficina ese día y la mirada de pura felicidad en su rostro me llenó de alegría. Supe en ese momento que llamarla mamá le había borrado eficazmente el recuerdo de todas las cosas malas en las que me había metido desde que me mudé con ella. Se mantuvo así desde ese momento. Ella me llamó Guito y yo la llamé mamá. Funcionamos. Nos entendíamos el uno al otro.

—Lo sé, pero sabía que no te estabas sintiendo bien cuando me fui temprano. Tengo dos pies y me sirve el ejercicio. —Juguetonamente palmeé mi estómago.

—Sí, estás tan gordo.—bromeó ella mientras alzaba su mano para tocar mi estómago—. Así que, ¿cómo estuvo la cosa de la iglesia?

—Estuvo bien; muchos ruegos y oraciones. Pinté el grafiti y corté la hierba. Eso es principalmente lo que necesitaban que hiciera hoy. Por suerte, no tengo que regresar hasta el domingo.

—Bueno. —Sonrió mientras manejaba el auto a la entrada.

La ayudé a entrar en la casa y esperé a que se pusiera cómoda en el sillón. Su cabello negro y gris estaba en un moño apretado, que daba una buena mirada de sus ojos cafés y su piel clara. Aparte de un par de arrugas y los círculos negros que se habían desarrollado bajo sus ojos, nunca sabrías que ella tenía casi cincuenta.

Jalé un viejo banquillo y lo puse entre sus piernas. Una vez que ella estuvo lista con el control remoto, fui a la cocina y nos preparé una pequeña cena para los dos. Era tarde, pero yo estaba hambriento.

Azul CieloDonde viven las historias. Descúbrelo ahora