48. Esperas

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—Blanca...¿Me estás escuchando? ¡Blanca!

Abro rápida los ojos y dirijo mi mirada hacia Marcela, que espera una respuesta por mi parte con las manos apoyadas sobre el cristal del mostrador.

—Perdona, Marcela. Dime.

—Pasame la caja de los botones, la de los grandes, anda. Hay que ver que desde que se fue tu niña estás en babia.

Pienso en Carmen. Hace cerca de  dos semanas que se fue pero sigue siendo igual de duro para mí, sigo recordando sus llantos, sus gritos en mitad del andén y sus pequeñas manos agarrando mi vestido para evitar marcharse a toda costa. Recuerdo a mi hermana tirando de ella, intentando calmarla, intentando convencerla de que en nada volverían. Pero lo que más recuerdo, lo que soy incapaz de apartar de mí, que sigue resonando en mi interior es ese "te odio" que lanzó antes de separarse de mí. Me quebró por dentro, me hizo añicos. Jamás imaginé que mi hija lanzaría esas dos palabras sobre mí. Me sentí culpable en ese momento de haberlas arrastrado hacia mí, de permitir que vinieran. Quizás habría sido mejor que se hubieran quedado en Madrid, y que yo siguiera echándolas de menos desde aquí.

Marcela me mira con cierta tristeza. Atiende a la clienta pero en cuanto termina llega hasta mí, envolviéndome entre sus brazos y acariciando mi espalda.

—Blanca...sigues pensando en eso, ¿me equivoco?

—Es que...me lo dijo de un modo...me miró de una forma que...

—Mírame—. Coge mi barbilla con la yema de sus dedos y me obliga a mirarla a los ojos—. No le des más vueltas. Carmen es todavía muy pequeña, seguro que ni se acuerda de lo que te dijo, y estoy segura de que no lo dijo con mala intención.

—Pretendía hacerme sentir culpable...y suficientemente culpable me siento ya...

—Pues no lo hagas. No tienes que sentirte culpable de nada. Tú has hecho lo que has podido. Y respecto a esto— acaricia mi ya notable barriga con delicadeza— tampoco es culpa tuya, que la hubiese sacado a tiempo.

No puedo evitar sonreír ante las palabras de Marcela. Ya he aprendido poco a poco a entenderla, cuando parece que va a darte el consejo de tu vida todo se detiene y suelta alguna obscenidad inesperada. El tintineo de la campana de la puerta corta nuestra conversación. Adela entra en la tienda a toda velocidad y alcanza una de las sillas, sentándose y abanicándose con esmero.

—Adela, ¿qué ocurre?

—¿Qué? ¡Ah, nada! Bueno, sí. He estado esta mañana en la iglesia del Carmen, ¿sabes cual es? Esa que está ahí atrás, a un par de calles. He ido porque hacía mucho que no echaba yo una ristra larga de confesiones de pecados varios, ja sabeu.

—¿Y qué más?

—Sí, a lo que iba, que les he preguntado por el orfanato. Porque hay uno que depende de esa iglesia, que lo llevan unas monjitas muy simpáticas. El cas, que les he preguntado si acogerían a un niño recién nacido, y me han dicho que ningún problema, que ellas se encargan y sin preguntas ni res.

Froto mis ojos con la yema de los dedos y me siento en otra de las sillas. Sigo sin hacerme a la idea de deshacerme de este niño o niña que llevo dentro. Adela se ha empeñado en buscarme una solución adecuada, un buen sitio para ese bebé, pero sigo sin asumirlo. Si las cosas fuesen distintas...

—Adela, crec que atosigues la noia. Déjala que decida ella, ¿no?

—No...si Adela dice que ese es un buen orfanato yo...bueno...me parece bien...

—Ay, hija, sé que suena muy mal y muy duro todo esto. Pero cuando antes te hagas a la idea, mejor. No eres la primera ni la última en pasar por esto.

—Si alguna de vosotras quisiera...

—¿El qué? ¿Quedarnos a tu hijo?—salta Adela mientras me mira ojiplática, apoyando sus manos sobre sus rodillas y echando todo su cuerpo hacia adelante—¡Ni soñarlo! No por nada, eh, no te vayas a pensar...pero nosotras ya tenemos una edad...

—Y mucho trabajo...—continúa Marcela, que se apoya con gracia en el mostrador y se cruza de brazos.

—Tenéis razón, es una tontería eso. Mejor lo que dice Adela...

—Yo, llegado el momento lo puedo llevar, si tú quieres.

—Ya veremos, todavía falta.

***

—¡Blanca!

Escucho los gritos de Adela por el patio y la escalera. Termino de mojar de mi cara para acabar de despertarme y me seco con la toalla mientras avanzo por el apartamento. Abro justo cuando Adela alcanza mi puerta.

—¿Qué pasa, Adela? Todavía es muy pronto...

—Teléfono. Ah, y en mi casa te espera café recién hecho. En cuanto termines de hablar, ja saps.

Sonrío y asiento. Si no fuese por ella yo no sé como habría gestionado todo esto. Adela me cuida y me mima como si me conociera de toda la vida, como si fuese para ella una especie de ahijada con la que no tiene más remedio que cargar pero de la que carga con gusto. Todas las mañanas tomamos café juntas y cada día crecen más las confidencias entre las dos. Es la única forma que hemos encontrado de no sentirnos tan solas. Dejo la toalla sobre la mesa y bajo rápida hasta la entrada del edificio, el lugar menos apropiado para poner un teléfono, por una total falta de intimidad.

—¿Sí?

—Blanca, soy Rafael. Solo quería saber cómo va todo.

—Buenos días, Rafael. Aquí todo sigue igual, todos los días son exactamente iguales.

—¿Echas de menos las galerías?

Frunzo el ceño. No entiendo a qué viene esa pregunta. Carraspeo ligeramente y recoloco el auricular en mi oído.

—Pues...la verdad es que...un poco sí...—miento. En estos momentos estar lejos de las Galerías es lo que necesito.

—Aquí se te echa mucho en falta. Se nota que no estás como jefa de taller. Esto...me ha comentado Adela lo del orfanato...

—Sí. ¿Acaso no te parece bien?

—No, no, al contrario. Me parece muy buena idea.

Tuerzo mis labios. No sé si quiere preguntarme algo y no se atreve o solo se aburría en su mañana en el despacho y ha sido la única distracción que ha encontrado.

—Bueno, Rafael, yo tengo que dejarte...tengo trabajo...

—¡Espera! ¿Has sabido algo de Esteban?

Volver a escuchar su nombre hace que todo se revuelva en mi interior. Cierro los ojos y trago saliva.

—No. ¿Debería?

Una vida entre telaresDonde viven las historias. Descúbrelo ahora