53. Maletas

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Cojo con delicadeza la tira de piel marrón con tres agujeros para pasarla por la hebilla de la maleta. Ya está. Cerrada. Después de meses en esta ciudad, de experiencias inauditas e inolvidables, de ser madre por segunda vez, de conocer a mi otra madre, Adela, de reír y de llorar como hacía tiempo que no recordaba, me marcho. Y me marcho para siempre, para no volver, para intentar alejar de mí todas esas experiencias y todos esos recuerdos. Me siento en la cama, junto a la maleta y la acaricio con la palma de la mano unos segundos antes de ponerme a llorar.

—Hey...no llores, Blanca...corazón...

Levanto la vista e intento fijarme en quien está delante de mí y aunque las lágrimas me impiden ver con claridad sé de sobra que es Adela. Sostiene al niño entre sus brazos, que duerme plácidamente, ajeno a todo lo que está apunto de ocurrirle y que va a marcar ya toda su vida. Me siento culpable por ello, aunque sé que no lo soy. Intento cargarle la culpa a Esteban, y sé que tampoco se lo merece. Fue un completo error por nuestra parte dejarnos llevar así. 

—Adela...es que no sé...quiero marcharme y recuperar mi vida pero por otro lado...

—Es lo que tienes que hacer. Tienes un trabajo y una familia allí. Siento haberte presionado para que recapacitaras con lo del niño...de verdad...Te prometo que me encargaré de que esté bien. ¿A qué hora sale el tren?

—En una hora. 

—Bien, le diré a Fernando que te lleve entonces. Ah, abajo, en la portería está Marcela, ha venido a despedirse de ti. 

Suspiro profundo y limpio mis lágrimas. Ahora más que nunca tengo que ser la mujer fuerte y autoritaria que Elena dice que soy. Me pongo en pie y arreglo mi vestido, cojo la maleta y salgo de la habitación sin mirar atrás, sin mirar si olvido algo. No quiero hacerlo. Voy a echar de menos ese pequeño apartamento que he sentido como mi verdadera casa después de tanto tiempo viviendo en las Galerías. Bajo hasta la portería y Marcela se pone en pie al verme. Me sonríe, tierna pero a la vez triste, puedo ver la tristeza a través de sus ojos, igual que supongo que ella puede ver la mía.

—Blanca...—me abraza, me aprieta contra su cuerpo tanto como le es posible y yo me agarro a su espalda y lloro, lloro tanto como puedo, como una niña pequeña que abraza a su madre después de alguna caída.

Me aferro a ella, no me quiero soltar. Las voy a echar tanto de menos. Su camisa a la altura del hombro se empapa por mis lágrimas pero ella no deja que me aparte, me acaricia el pelo e intenta calmarme con su respiración.

—Todo va a estar bien, vida mía. No llores más...

Me separo de ella y aprieto mis labios. No puedo más, quiero marcharme. Quiero acabar con todo esto. No digo nada y me giro sin soltar su mano, mientras con la otra sostengo la maleta. Miro a Adela, su coraza también se ha venido abajo y llora de un modo suave. Vaya tres.

—Os echaré mucho de menos, de verdad. Habéis sido mis ángeles de la guarda aquí. Gracias por todo.

—Gracias a ti, cariño. Llámanos cuando llegues, ¿vale? Y por el renacuajo este no te preocupes, siempre nos tendrá para lo que necesite. Te lo prometo.

Sonrío ligeramente y le miro. Sigue durmiendo y dibuja una cálida sonrisa en su rostro. Tiene una paz que yo nunca tendré. Me acerco a él y acaricio sus mofletes, regordetes y de un tono manzana precioso. Beso su frente con delicadeza y me impregno de su olor. Quiero pensar que estará bien, sé que lo estará. Su pequeña mano se agarra a mi colgante y por unos segundos no deja que me aparte de él. Despego sus pequeños dedos de mí y salgo de la portería. El nudo en la garganta vuelve a mí, la presión en el pecho, la rojez en los ojos. Pero aguanto. Ya he llorado demasiado. Cruzo el patio y subo al coche. Adela y Marcela se plantan frente a la puerta y me despiden con la mano. Las observo, quiero quedarme con esa imagen para siempre, como una fotografía en mi retina.

Una vida entre telaresDonde viven las historias. Descúbrelo ahora