18. Vivir

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Apoyo mi mejilla sobre la palma de la mano mientras miro por la ventana del taller. Mi pie para de darle a la máquina de coser. No sé muy bien a donde da esa ventana pero sirve para que el taller parezca más grande y menos agobiante, para que entre un poco de luz. Siento una presencia a mi espalda y adivino en cuestión de un segundo de quien se trata. Abandono rápida mi posición pensativa y vuelvo a la máquina, intentando que parezca que no me he detenido.

—¿Le traigo algo de picar? ¡Vamos, vuelva al trabajo!

Ni siquiera levanto la vista cuando la noto al pasar por mi lado. Solo veo su falda negra y su andar a veces desgarbado. Mi pie vuelve a moverse arriba y abajo, marcándole el ritmo a la máquina de coser. Todavía me quedan unas cuantas horas por delante. Escucho a Mercedes hablar con alguien. Reconozco su voz. No puedo evitarlo y sonrío para mí misma. Hace un par de días de lo del beso, no le he visto desde ese momento y espero que tenga una buena explicación para ello. No pasa de la primera parte del taller pero intento prestar atención a la conversación.

—Ahora mismo tiene trabajo, señor Márquez.

—Lo sé, solo le digo que la necesito cinco minutos. Ni uno más.

—¿Y puedo saber para qué la necesita? Si es para algo del trabajo tenemos mejores costureras, con más experiencia que ella, sabrán resolverlo mejor que ella, que perdone que se lo diga pero hoy está tremendamente distraída. 

—Es sobre su situación en las Galerías, nada que a usted le incumba. Vamos, llámela, dígale que la espero en el pasillo. 

Bajo la vista y muerdo mi labio por la parte interna. La tela corre grácil entre mis dedos y la máquina. Mercedes vuelve a colocarse a mi lado y me mira, cruzándose de brazos. Sé lo que me va a decir, de hecho puedo adivinar a la perfección el tono que va a emplear para ello, desagradable, cínico y ligeramente altivo. Elevo mi rostro y la observo, fingiendo un gesto expectante. Sé que no le gusto especialmente, pero he aprendido a fingir que soy más inocente de lo que en realidad soy. Sé que eso la enerva. 

—Deje lo que está haciendo, el señor Márquez la espera en el pasillo. No tarde, tiene mucho trabajo. 

Asiento y me pongo en pie, arreglando mi falda. Mis compañeras me miran, creo que intuyen lo que ocurre. Escucho sus cuchicheos al pasar, no me importan en absoluto. Salgo hasta el pasillo, Esteban me espera al fondo, apoyado en la pared. Sonríe al verme y me guiña un ojo desde la distancia. Me voy acercando a él despacio, con un paso tan lento como puedo. Se inquieta, se aparta de la pared y avanza un par de pasos hacia mí. Le miro a los ojos.

—¿Qué es lo que ocurre, señor Márquez?

—Necesitaba verte...

—¿Dónde has estado?—me cruzo de brazos y retrocedo un paso, alejándome de él.

—Ha sido cosa de Pilar, creo que sabe que tú y yo...me envió a Barcelona, no pude negarme. Pero ahora ya estoy aquí.

Asiento. No estoy muy segura de esto, de hecho no lo estoy en absoluto. Lo mire por donde lo mire está mal, por su parte y por la mía. Pero al mismo tiempo, siento algo muy fuerte por él, una atracción que creo que nunca he sentido por Juan. Es tan distinto. Cuando tengo a Esteban me pongo nerviosa, me acelero, le deseo. Quizás sea porque está mal por lo que me siento así. A Juan le quería de otro modo, mucho más pausado, mucho menos pasional. Su rostro sonriente me cruza la mente. No quiero hacerle esto pero él ya no está. ¿Por qué tengo que vivir como si la muerta fuese yo? Con este negro continuo, eterno, cubriendo mi piel, cada rincón de mi cuerpo. Me gustaría arrancármelo y no volver a verlo nunca más. Pero Concepción fue tajante, el luto debe mantenerse dos años. Dos años enteros de negro. Suspiro. Debo tomar una decisión, ahora es el momento, antes de que sea demasiado tarde. 

Una vida entre telaresDonde viven las historias. Descúbrelo ahora