46. Carmen y el mar

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Noto una sensación extraña. Todo se tambalea a mi alrededor. César me habla pero no le entiendo, me esfuerzo por escucharle pero cada vez está más lejos de mí, se va volviendo borroso y pierdo su rostro de mi vista. Me empiezo a hundir no sé muy bien en qué, todo se vuelve oscuro, no sé donde estoy, algo me ahoga. Grito su nombre pero ya no está. Ahora escucho a lo lejos la voz de Carmen, que me llama pero no sé desde donde lo hace. Abro los ojos sobresaltada.

—¡Mami, mami, despierta! ¡Vamos! ¡Ya es mañana!

Grita y salta a mi alrededor, zarandeando mi cuerpo y revolviendo las sábanas. Bostezo y apoyo mi espalda sobre el cabezal de la cama. Recorro mi pelo con mis manos, echándolo hacia atrás. Sonrío al verla observándome, con los ojos muy abiertos y cara de expectación.

—Anda, ven aquí.

Abro los brazos y ella se tiende sobre mi pecho. La abrazo y acaricio su pelo. Ojalá no creciera más, ojalá todo fuese tan sencillo como este momento. Ojalá todo hubiese sido más fácil para las dos. Levanto la vista y veo que Elena nos observa apoyada en el marco de la puerta, con los brazos cruzados.

—Que estampa tan bonita...

Sonríe y se acerca a la cama, acostándose a mi lado. Mis dos niñas juntas. Alargo mi brazo derecho y envuelvo a Elena, acercándola a mí.

—¡Tita, es hoy! ¡Hoy vamos al mar!

—Sí, es hoy. Pero no te puedes bañar que todavía hace frío. ¿Verdad, mami?

—Verdad.

—Enana, ¿Por qué no vas a preparar los juguetes que quieras coger para la playa?

Carmen asiente y sonríe. Casi de un salto deja la cama y corriendo desaparece de la habitación. Elena se incorpora y se coloca frente a mí, cruzando sus piernas sobre el colchón.

—Primero, ¿cómo estás? ¿Cómo va ese ser que llevas dentro de ti?

—Elena...no lo llames así, por Dios...Va bien, yo estoy bien.

—Si te parece, le pones nombre y te encariñas. Blanca, joder...

—Lo llevo dentro de mí, Elena. Lo siento todos los días. No puedo ser tan fría como tú, lo intento pero no puedo. No dejo de pensar en cómo será su cara y sus ojos y sus manitas...

—Pues así vas muy mal, hermanita. Pero vamos a dejarlo. Hay otro tema importante... ¿César?

—¿Qué?

—¿Cómo que qué? Tendrás que contármelo todo, digo yo. Que para algo soy tu hermana y tengo que saberlo.

—Tú lo que eres es una cotilla. Ya te lo dije ayer, coincidimos en el tren, él decidió no marcharse y pasó aquí un tiempo. Punto. Ahora...pues...ya estará disfrutando de su nuevo trabajo, supongo.

—Añade que te acostaste con él, hermanita. Que se te nota en la cara que te gusta y mucho.

—Pues sí, lo hice. ¿Y qué?

—Que muy bien me parece. Que no te viene mal la alegría en el cuerpo.

Sonrío. Echaba de menos esos sermones a medias de mi hermana en los que siempre termina por darme la razón. Como ha cambiado, ya no es una niña pequeña, algo indefensa y consentida por papá, ahora ya es la mujer en la que yo deseaba que se convirtiera. Carmen llega hasta la puerta de la habitación, con su muñeca nueva entre las manos y señala hacia la puerta de la calle.

—Mami...hay una señora en la puerta...

Frunzo el ceño algo extrañada pero me pongo en pie. Alcanzo mi bata y salgo hasta el pasillo. Marcela espera en el rellano, sonriente, vestida de un modo elegante y sosteniendo su bolso en su antebrazo derecho.

Una vida entre telaresDonde viven las historias. Descúbrelo ahora