41. La Criolla

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—César...¿Qué haces aquí?

Tomo aire, intentando recomponerme tras la primera impresión, es la última persona a la que esperaba ver. Avanzo hacia él sin soltarme del mostrador, agarrándome al borde con fuerza. Él me sonríe, algo tímido y Marcela simplemente me mira, intrigada.

—Yo...esto...voy al almacén...

Marcela finge una media sonrisa, algo incómoda, y acaricia mi hombro mientras avanza hacia el almacén. Desaparece tras la tupida cortina color vino. Suspiro y doy un paso al frente. César esconde sus manos en los bolsillos del pantalón y baja su vista hasta el suelo, como un niño dispuesto a asumir una reprimenda de su madre.

—¿No se supone que deberías estar en Francia?

—No he podido. En cuanto crucé la frontera me di cuenta de que no era lo que quería. Hablando contigo en el tren y todo eso...bueno, que llamé y renuncié.

—Pues me alegro por la decisión, supongo. Y, ¿cómo me has encontrado?

—Oh, uno tiene sus contactos. Y no, no es Elenita.

Sonrío al escuchar el nombre de mi hermana salir de sus labios. Anoche la llamé una vez instalada, lo primero que escuché fue un grito suyo acompañado de una risa aniñada que reconocí al instante, mi pequeña Carmen. Ojalá pudiera tenerla entre mis brazos y apretarla contra mí hasta hacerla rabiar, y hacerle cosquillas y escucharla reír. Esos instantes eran los que me daban la vida.

—¿Y qué vas a hacer ahora?

—Te invito a un café y te lo cuento.

—No puedo. Es mi primer día de trabajo.

—Cierto...te espero a la salida, ¿te parece? Nada serio, señorita, solo como ¿conocidos?

—Está bien...—no puedo evitar sonreír ante su media risa pícara y tímida que hace que se le achinen los ojos tras las gafas redondas.

Alcanza la manivela de la puerta y la abre, acompañando su despedida con el alegre tintineo de las campanillas. Al escucharlas, Marcela vuelve a la tienda y me mira, intrigada.

—¿Y este? Caray...los tienes haciendo cola por lo que veo...

—¿Qué? ¡No, no! Él es...amigo de mi hermana, le conocí un día que...bueno, le conocí gracias a ella. Apenas le conozco, es solo que coincidimos en el tren y eso...

—Entiendo. Así que solo amigos. Yo solo te digo que en tu estado no te conviene empezar nada con nadie. Ya sabes como son los hombres.

—No todos. Solo algunos son así.

Me sonríe, comprensiva, y se dispone a decirme algo cuando un par de señoras entran en la tienda. Corro tras el mostrador. Ahora sí empiezo con mi nueva vida de verdad.

***

—Blanca, tengo que irme. Aquí tienes las llaves, cierra tú. Me fío de ti. Ah, y quédatelas para abrir mañana. Ya sabes, a las ocho aquí. Dile a Adela que me llame, que tengo que hablar con ella, ¿Vale?

—Entendido. Todo claro. Marcela...esto...yo quería decirte que...bueno...que muchas gracias por esto, por aceptarme aquí, por darme este trabajo...en fin...

—No tienes que dármelas. Cuestiones de la vida Rafael me debía una. Me contó tu situación y yo no soy como esas viejas cotillas que a la primera de cuentas te sentencian como una mala mujer.

Aprieta las comisuras de sus labios al sonreír y alcanza la puerta. Me guiña un ojo y sale a la calle. Suspiro. Tengo que recoger toda la tienda antes de cerrar. Me concentro en las estanterías que quedan tras el mostrador, son las que más usamos y por ende las más desordenadas. Cajas y más cajas, de todos los tamaños se amontonan entre esos estantes. Escucho las campanillas de la puerta pero no me giro, simplemente suelto un "hemos cerrado" que espero que valga.

Una vida entre telaresDonde viven las historias. Descúbrelo ahora