42. Sorpresas

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Abro los ojos despacio, tan despacio como me es posible. Me duelen, casi los siento quemarme los párpados. Apenas habré dormido un par de horas cuando suena ese horrible despertador de sonido estridente y metálico que se me clava en el cerebro de una forma insistente y tediosa. Suspiro, más bien resoplo. Me duele todo el cuerpo y apenas puedo moverme, y cuando lo hago lo siento crujir como recordándome la noche que he pasado. Desciendo ligeramente los ojos hacia mi vientre al sentir una presión sobre él, no es por el embarazo, se trata de otra cosa. Me doy cuenta de que no estoy sola en la cama y por un segundo me sobresalto y mi corazón se acelera pero pronto recuerdo que se trata de César quien duerme plácidamente a mi lado, como un bebé, ajeno al sonido del despertador y a mis leves y comedidos movimientos en la cama. Me vuelvo ligeramente y le observo. Sin sus gafas, con el pelo revuelto y con una camiseta de tirantes blanca parece otro. Tal vez en otras circunstancias me hubiese atrevido a besarle pero no soy capaz de dar el paso y volver a pasar por un desengaño amoroso. Con cuidado aparto su brazo de mi vientre y me pongo en pie. Él se acomoda la almohada, ajeno a todo y sigue durmiendo a pierna suelta. Me doy cuenta de que sigo llevando el vestido de la noche anterior. Sin hacer demasiado ruido abro el armario y saco otro. Me meto en el baño. Me miro al espejo y por un instante me horroriza lo que veo, el pelo revuelto, el maquillaje fuera de su sitio y embadurnando la parte baja de mis ojos, confundiéndose con las ojeras de no haber dormido, el vestido algo torcido. Aprieto mis labios y me deshago de él. Me doy cuenta de que mis pechos empiezan a crecer a causa del embarazo y mi barriga va tomando una forma distinta. Pronto empezará a notarse y no habrá manera de esconderlo. Suspiro y cierro los ojos. Sin pensarlo me cambio de ropa y remuevo el maquillaje de mis ojos para pintarlos de nuevo. Recoloco mi pelo como puedo para que quede más o menos decente y salgo del baño. No tengo mucho tiempo, debo abrir la tienda. Cojo las llaves y cierro con cuidado.

—¿Qué? ¿Anoche de juerga?

Me sobresalto al escuchar la voz de Adela justo en mi nuca. Me vuelvo y mientras me guardo las llaves avanzo por el descansillo. No tengo tiempo para explicaciones.

—No exactamente...pero luego le cuento. ¡Ah! ¡No entre en el apartamento, por favor!—le grito mientras bajo las escaleras a toda prisa.

No la veo pero sé que desde arriba me está observando con una cara de duda y recelo. Y que, quizás, solo por pura curiosidad termine asomándose al apartamento. Tomo aire en cuanto salgo a la calle y me encamino hacia la tienda. Tras un par de calles escucho mi nombre a lo lejos, alguien lo grita con insistencia. Me doy la vuelta. Es Marcela, que corre hacia mí dispuesta a alcanzarme.

—Buenos días, Blanca.

—Buenos días. Iba a abrir la tienda.

—Ya me imagino. Yo hoy me he adelantado un poco, no quiero dejarte sola. Aunque sé que sabes desenvolverte tu sola, eres jefa de taller nada más y nada menos. Por cierto, ¿qué tal tu primera noche? ¿Y ese chico?

La voz de Marcela resuena en mi cabeza como un murmullo extraño y lejano a mí. Es como si la música del bar siguiera en mi cabeza, dando vueltas al ritmo del baile. La miro, intentando descifrar lo que me acaba de preguntar.

—Pues...bien, la verdad es que bien...

—¿Y ya está? ¿No me vas a contar nada? Bueno, entiendo que no tenemos confianza todavía, está claro.

—No, no es eso. Es que no pasó nada interesante. Fuimos a un bar, tomamos algo y ya está.

Me mira y sonríe a medias. Creo que no se acaba de fiar de mí. Pero cómo le cuento que me llevó a un barrio terriblemente marginal, lleno de todo lo prohibido y lo socialmente mal visto y que disfruté como nunca lo había hecho, que me liberé por completo de todo lo que me oprimía. Llegamos a la tienda y abro con su manojo de llaves. No tarda en llegar la primera clienta cuando ni siquiera hemos puesto las cosas en su sitio. Me coloco tras el mostrador y por un segundo recuerdo las manos de César en mi cintura. Sonrío. ¿Cómo estará? ¿Se habrá despertado ya? Pienso en él un instante, en su rostro dormido y tranquilo, en su risa escandalosa mientras bailábamos. Es tan distinto a todos. El tintineo de las campanillas de la puerta hace que vuelva a la realidad. Doña Adela cruza el umbral de la puerta y se cruza de brazos frente a mí.

—¿Quién es?

—¿Quién?

—Sabes perfectamente quien. Ese joven que está durmiendo en tu cama.

—Menos mal que no pasó nada...—interviene Marcela divertida desde el otro extremo del mostrador.

—Es César, es un amigo. Se iba a marchar a Francia pero al final no pudo hacerlo. El caso es que no tenía adonde ir...pero hoy mismo se marcha.

Sé que Adela quiere decirme algo, quizás algo del tipo "mira, bonita, te he consentido lo del embarazo porque no me queda otra, pero esto ya..." pero no se atreve. Se queda callada y asiente. Es Marcela quien llega hasta mí y me envuelve con sus brazos.

—¡Vamos, Adela! Deja que se divierta un poco. Ha llegado la pobre con un encargo que no esperaba, la mandan a una ciudad que no conoce...además, ahora ya, en su estado...¡de perdidos al río!

Sonrío. Hasta Adela lo hace. Creo que se ha relajado un poco, que el enfado inicial tras haberse encontrado con César durmiendo en mi cama se ha rebajado. Pero me señala con su dedo índice antes de marcharse, como quien lanza una maldición a su peor enemigo.

—No se lo tengas en cuenta. Tiene esos prontos pero luego...Ella tiene muy en cuenta la reputación de ese edificio aunque...en fin...acoja a todo tipo de gente. Seguro que en cuanto llegue le prepara desayuno a ese amigo tuyo.

—Espero que se le pase...no era mi intención que César se quedara pero no tenía donde dormir...

—No te preocupes.

Volvemos al trabajo como si nada hubiese ocurrido. Y precisamente eso es lo que nos acompaña las horas siguientes, nada, solo alguna clienta de vez en cuando, como dejadas caer con cuentagotas. A veces me aburro, no sé muy bien qué hacer, no estoy acostumbrada a la calma. En el taller esta calma no existe, allí nada se detiene en todo el día. Lo más apasionante que sucede en horas es que suena el teléfono. Corro hasta él y carraspeo ligeramente antes de soltar el aprendido y sobreactuado "Buenos días, mercería Marcela, ¿en qué puedo ayudarla?" Alguien al otro lado del teléfono se ríe de mí. Frunzo el ceño, esperando una explicación.

—¡Qué modosita te has vuelto, hermana!

—¡Elena! ¡Por Dios! ¿Eres tú?

—Pues claro, ¿quién va a ser sino?

—Elena, ¿cómo está mi niña? Pásamela, quiero hablar con ella.

—Me temo que no va a poder ser...está ahora con la bruja de tu suegra...pero en cuanto la recoja te vuelvo a llamar.

—Vaya...bueno, no te preocupes...si eso mañana ya...

—Oye, Blanca...te llamo porque iba a hacer algo pero después pensé que quizás te mosquearías conmigo si lo hacía...

—¿El qué? Me estás asustando...

—Ir a verte. Y llevar a Carmen.

—Hazlo, por favor. Venid. Necesito veros. Pero no se lo digas a nadie. Bueno, solo a mi adorada suegra.

—Eso está hecho. ¡Nos vemos pronto, hermana!

—Elena...que aquí está...

—¿Qué? ¿Quién?

—Nada. Déjalo. ¡Nos vemos pronto!

Una vida entre telaresDonde viven las historias. Descúbrelo ahora