49. Clandestino

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Suspiro y dejo caer mis brazos de forma pesada sobre el colchón. No puedo dormir. Llevo horas dando vueltas por la cama, en la medida en la que mi barriga me lo permite. Ahora ya se nota, ya está más presente que nunca. Lo siento dentro de mí, como se mueve, como patalea de vez en cuando. Aprieto los ojos y me incorporo. Creo que hace meses que no duermo bien. No puedo dormir desde que hablé con Rafael, él sabía algo sobre su hermano y no me lo dijo. Aunque a veces creo que lo prefiero. Quiero enterrarle en mi memoria y que no vuelva a aparecer nunca más. Nunca lo he dicho en voz alta pero le odio. Le odio por hacer que me ilusionara por la vida, le odio por dejarme llevar así, le odio por engañarme, le odio por haber roto mi vida, por separarme de mi hija, por tener que dejar a este niño a su suerte, confiando en qué algún día pueda ser feliz sin mí. Me pongo en pie y alcanzo el vestido que horas antes he dejado sobre la silla. Me cambio y arreglo mi pelo sin demasiado interés. Me miro en el espejo, las ojeras debajo de mis ojos empiezan a hacer su acto de presencia. Las recorro con la yema de los dedos, como si eso fuese a hacerlas desaparecer. Cojo las llaves y salgo del apartamento, cerrando de un portazo. Todo está en silencio y sumido en la penumbra. Ni siquiera sé la hora que es pero debe ser medianoche. Bajo las escaleras con cuidado, no quiero despertar a nadie y menos alertar a Adela que duerme con un ojo abierto y otro cerrado, dispuesta a controlar todo lo que ocurre en el edificio aunque sean las tres de la mañana. Al llegar al patio, la leve brisa me da en el rostro y respiro profundo. No sé muy bien a donde voy, pero sé que necesito salir de aquí por unos instantes. Empiezo a recorrer las calles, no hay nadie, solo me acompaña la luz amarillenta de las farolas y el leve reflejo azulado que deja la luna sobre las calles de los barrios más humildes de Barcelona. Llego hasta la tienda, todavía quedan muchas horas para abrir. Pero entonces algo me detiene, escucho barullo no muy lejos de mí. Me empiezo a acercar despacio hasta alcanzar los escaparates de la tienda. Hay luz dentro. Me asusto. ¿Y si han entrado a robar? Afino mi vista pegándome al cristal, la espesa cortina color vino no me deja ver lo que ocurre en el interior. El barullo se acerca a mí, escucho unas voces cada vez más cercanas. Me despego del cristal y corro hasta la esquina, esperando que no me vean. De la tienda sale una pareja, van muy bien vestidos, como de fiesta. Creo que se despiden de alguien que permanece dentro de la tienda. Me asomo ligeramente esperando ver de quien se trata. Me doy cuenta de que es Marcela quien los despide. Decido dejar la penumbra de la oscuridad y vuelvo hasta la tienda.

—Bueno, Marcela, un placer como siempre—. La pareja se despide y Marcela sonríe aunque no les presta atención al verme llegar.

—Blanca, ¿qué haces aquí?

—Buenas noches, Marcela. Nada, simplemente no podía dormir y he salido a dar una vuelta. ¿Qué ocurre ahí dentro? ¿Puedo saberlo?

No me responde. Me coge de la muñeca y tira de mí hacia dentro. Todo está como siempre. La tienda está intacta, no hay nada extraño salvo por el barullo que parece estar ahí dentro pero del que no consigo ubicar su origen.

—Necesito que me guardes el secreto.

—¿Qué secreto? ¿Qué pasa?

Me tiende la mano y yo la cojo. Me acerca a una de las estanterías. Esa casi nunca la usamos, tiene algunos libros y algunas cajas con objetos que la gente casi nunca compra. Me mira, noto su ligera preocupación, definitivamente yo no tendría que estar aquí. Empuja con cuidado la estantería y esta cede sin problema. Es entonces cuando aparece el barullo, la música y las luces. Observo perpleja lo que se presenta ante mí. Varios conjuntos de mesas, una pequeña barra, un tocadiscos y muchas botellas de licor. Siento su mano en mi cintura y como me hace atravesar esa puerta para cerrarla después a mi espalda.

—¿Tienes un bar clandestino? ¿Pero cómo?

—Siento no habértelo contado antes...pero nadie puede saberlo...

—¿Pero por qué? ¿Haces cosas ilegales aquí o qué?

Me mira y me sonríe. Lleva su mano hasta mi barbilla y me obliga a mirar bien. Todos los que están allí dentro son mujeres. La miro, dubitativa.

—Marcela...te...—no me atrevo a preguntar lo que está a punto de salir de mi interior—gustan...

—¿Las mujeres? Sí. De veras siento no habértelo contado pero no sabía si podía confiar en ti del todo. Solo nos reunimos una vez al mes o así. No hacemos nada malo ni ilegal como ves. Solo es un bar, nada más.

Una de las mujeres me observa con atención y se pone en pie. Mira a Marcela y le sonríe, sonriendome a mí después de una forma tierna.

—¿Qué tenemos aquí?

—Alicia, no me la asustes, por favor. Es Blanca, la chica que trabaja conmigo.

—Me han hablado mucho de ti, Blanca. Ya me contó Marcela la mala faena que te hizo el desgraciado ese.

—Esto...yo creo que será mejor que me vaya...no quiero molestar...

—No, mujer, quédate y toma algo con nosotras.

—No...de veras...estoy algo cansada...

No quiero que Marcela piense que la estoy juzgando, y la vez no quiero interrumpir su velada. Me siento algo extraña en este momento, no sé cómo debo actuar. Doy un paso atrás y miro a Marcela. Me sonríe, creo que lo entiende. Vuelve a empujar la puerta y me indica el camino de salida. Me despido de Alicia y salgo. Tomo aire. Marcela cierra y me coge de la mano.

—Espero que esto no cambie nuestra relación, Blanca. Te lo habría contado, de veras, pero no siempre es fácil.

—No tienes que explicarme nada, lo entiendo perfectamente. Tu no me juzgaste a mí cuando llegué, no voy a juzgarte yo ahora por tus gustos. Ya aprendí cuando fui a la Criolla que hay cosas muy distintas aquí, con las que en la vida hubiese imaginado toparme.

—Siento no habértelo contado...

—¿Y esa tal Alicia es tu...?

—No es mi nada—. Sonríe mientras me lleva a la puerta—. Solo somos amigas, a ella se le ocurrió lo del bar.

Tomo su mano y la miro de un modo tierno. La acerco a mí y la abrazo. Se pega a mí todo lo que puede y lo que mi barriga le permite. Sé que esto no va a cambiar las cosas entre nosotras, al contrario, creo que aumentará la confianza de la una a la otra. Me despido de ella y salgo a la calle. El ambiente cargado del pequeño bar desaparece, se diluye por completo. Vuelvo a recorrer las calles hasta llegar al apartamento. Una figura espera de pie en la puerta. Me asusto pero la reconozco al instante.

—¿A dónde has ido a estas horas?

—Buenas noches, Adela.

—No creas que no te he visto salir.

—No sabía que vivía en un internado de monjitas.

La escucho refunfuñar mientras me cruzo con ella, toco su hombro con cariño y encaro las escaleras. Será mejor que intente dormir un poco.

Una vida entre telaresDonde viven las historias. Descúbrelo ahora