35. Encrucijada

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—Doña Blanca...disculpe...ya es la hora...

Elevo la vista de los papeles y parpadeo de un modo rápido. Giro mi taburete. Una de las costureras espera mi respuesta con las manos escondidas en la bata blanca de trabajo. La miro de arriba abajo y sonrío a medias antes de lanzar mi mirada hacia el reloj de pared. Me pongo en pie y llego a su lado.

—Cierto. Se me ha ido el santo al cielo. Señoritas, el turno ha terminado, recojan sus mesas antes de salir, por favor.

Espero a que lo limpien todo, dejando el taller más o menos decente, y las veo salir en grupitos, riendo, siendo felices. Suspiro y cojo mi bolso. Salgo muy distinta a ellas, salgo triste, preocupada, atormentada por lo que me viene encima. Recorro el pasillo y el callejón más o menos rápida. Necesito ver a Carmen y hablar con mi hermana. Casi ni me fijo en las calles que voy atravesando pero me sé el camino de memoria. Me entra un frío repentino, de esos que te calan en los huesos y no te dejan en paz. Sé que todo viene de mi cabeza, no paro de darle vueltas, no he parado desde esta mañana. No sé como voy a afrontarlo. Llego hasta casa y llamo al timbre. Escucho unos pequeños pasos que corren hacia mí pero se detienen frente a la puerta y tras ellos unos gritos.

—¡Pero bueno! ¡Enana, ven aquí!

La puerta se abre con cuidado y sonrío al ver lo que me espera al otro lado. Carmen, completamente desnuda, en brazos de mi hermana, que viste un delantal, un paño sobre el hombro y lleva el pelo revuelto.

—Veo que te aclaras mucho con mi niña...

—¡Es una rebelde!

—Pues ya sabes a quien se parece.

Entro y cierro. Carmen ríe y se lanza a mis brazos. Me abraza y se agarra a mi pelo. La envuelvo con mis brazos, pegándola a mi cuerpo.

—Mami...

—¿Qué, amor?

—¿Qué es comunista?

—¿¡Cómo!? ¿Esas cosas le enseñas a mi hija?

—¡Oye, oye! Que yo no le enseñado nada, que esta es muy espabilada y escucha conversaciones adultas.

Helena se acerca a ella y le hace cosquillas a la altura de las costillas, haciéndola reír. Recorro el pasillo hasta llegar a la habitación. El pijama de Carmen decora la cama, perfectamente colocado sobre ella.

—Anda, vamos a ponerte el pijama. Helena, tengo que hablar contigo.

—¿Por lo de comunista? Oye que yo...

—No, no es eso. Es algo peor.

—¿Peor?

—Esta mañana he ido al médico.

—¿Qué te pasa? ¿Estás enferma? Dime que no tienes lo de mamá, por favor, que yo...

—Tranquila, que no. Dios, no sé como voy a salir de esta...estoy...—toco mi vientre mientras Carmen nos observa desde la cama.

—¡No! ¡Joder, Blanca, joder!

Helena lleva sus manos hasta sus labios y su pelo. Aparta su mirada de mí de un modo rápido y se sienta en la cama, mirando al suelo. Me agacho hacia ella, apoyándome en sus rodillas.

—Ayúdame, por favor, porque estoy sola en esto y no puedo...no puedo más...

Sin decir nada me abraza, se agarra a mí y entonces hago lo que he necesitado todo el día, romper a llorar sin detenerme. Mis lágrimas caen rápidas por mis mejillas y se detienen en el hombro de Helena. Siento como me fallan las piernas y me dejo caer. Me ahogo, mi propio llanto no me deja respirar. Helena recorre mi pelo con sus manos y acaricia mi rostro.

Una vida entre telaresDonde viven las historias. Descúbrelo ahora