4. Problemas

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Respiro profundo y me detengo en mitad de la calle. Llevo un buen rato cargando con dos grandes bolsas de la compra y empiezan a pesarme de más. Las dejo en el suelo y estiro mi cuello y mi espalda levemente. Creo que Carmen sabe que estoy más cansada de lo que debería porque siento sus movimientos y sus patadas de vez en cuando, como advirtiéndome de que ella sigue ahí, recordándome que no puedo hacer tantos esfuerzos como antes. Recorro mi vientre con las manos, ya se nota bastante aunque intento disimularlo. Se supone que deben ser unos dos meses menos de lo que en realidad son, ya cercanos a los seis. La verdad es que últimamente apenas he tenido tiempo de pensar en eso, por momentos hasta he olvidado mi embarazo y todo por Juan. Me necesita a todas horas, está mucho más débil de lo que el médico dijo que estaría. Vuelvo a cargar las bolsas y emprendo de nuevo mi camino a casa. Pienso en Juan y en su enfermedad. Solo un mes después de mi incidente, empezaron sus fiebres, sus sudores fríos y su tos, esa tos incesante que de vez en cuando se tiñe de un rojo oscuro y espeso sobre los pañuelos blancos e inmaculados. No sé como me enfrenté a eso, creo que sigo sin hacerlo. De hecho no soy capaz de concebir una vida sin él y cada día que me levanto creo que va a ser el último que voy a pasar a su lado. Recuerdo el día en que se lo conté a mi padre, se echó a llorar frente a mí, me dijo que no quería que volviera a pasar otra vez lo mismo, el mismo sufrimiento que pasamos con mi madre. Lo de Juan es distinto, ya no soy una niña, aunque me cueste en el alma superarlo sé que lo viviré de otro modo, de un modo mucho más adulto. Pero la que importa no soy yo, sino Carmen, no quiero que crezca sin conocer a su padre. Es lo único que pido todas las mañanas, que por favor no pierda a Juan antes de tener a Carmen, eso sí que no. Ya por mi calle me cruzo a una de mis vecinas, no suelo ser especialmente simpática con ellas, solo lo justo. No necesito que nadie se lamente constantemente de mí y de mi marido. Ella se acerca a mí, colocándose justo delante y cortandome el paso. Me sonríe.

—Blanca, hija, ¿cómo estás? Mira que cargada vas, déjame que te ayude.

—No se preocupe, doña Asunción, puedo sola. Estoy bien, gracias por preguntar.

—¿Y Juan? ¿Cómo está?

—Bien dentro de lo que cabe...

—¡Ay hija! No sabes cuanto lo siento. Si necesitas cualquier cosa...ya sabes...

—Muchas gracias, doña Asunción, lo tendré en cuenta.

Vuelvo a elevar las bolsas y sonrío con desgana. Estoy cansada de que siempre terminen preguntando lo mismo y lamentándose una y otra vez, diciendo cuanto lo sienten. Doy un paso al frente pero algo me vuelve a detener, alguien me coge una de las bolsas casi al vuelo, arrebatándola de mis manos. Me giro tan rápido como puedo. Jorge aparece tras de mí, sonriente y tan servicial como siempre.

—Anda, trae, que te ayudo. Te veo más gorda últimamente, Blanquita, deberías dejar los dulces.

—Muy gracioso. Yo por lo menos tengo excusa para estar más gorda, ¿cual es la tuya?

Río. La verdad es que siempre agradezco toparme con la sonrisa pícara y atrevida de Jorge. Creo que es el único que no se pasa todo el tiempo lamentándose y compadeciéndose de mí aunque sé que en su interior lo hace.

—Mi señora, que me cuida muy bien. Y ya sabes que no puedo decir que no a unos buenos pasteles...o a una buena corteza de cerdo...o un embutido así bien grasiento...un choricito, una morcilla...—lo intensifica sabiendo que odio todo ese tipo de cosas, y más estando embarazada.

—Solo de escucharte me están dando náuseas. Pero gracias...

Me sonríe y me guiña un ojo. Con la mano que le queda libre me abraza y me pega a él. Llegamos hasta casa. Le tiendo la mano esperando que me dé la bolsa pero no lo hace, la agarra con más fuerza y mira a la puerta, esperando a que abra. Empujo la puerta, todo está a oscuras, supongo que Juan sigue en la cama. Hay días en los que necesita mi ayuda para levantarse. Jorge entra y cierra.

Una vida entre telaresDonde viven las historias. Descúbrelo ahora