25. La carta

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Fijo mi vista en Carmen. La sostengo entre las piernas, meciéndola ligeramente,  y ella me coge las manos, insistente. Tomo aire. Va a estallarme la cabeza. 

—¡Mamá! ¡Juega!

Le sonrío y le tiendo las palmas de las manos. Ella empieza a dar con las suyas sobre las mías cantando una canción que desconozco, seguro que se la ha enseñado Concepción. Yo nunca he sido buena para esos juegos, nunca he jugado con Helena y si lo hice con mi madre, tal como estamos ahora Carmen y yo, no lo recuerdo. Helena me observa, sentada frente a mí. Analiza la escena con cariño mientras apoya su codo sobre la mesa. Ojalá pudiera detener el tiempo ahora mismo.

—Ma, caballito...por favor...

—Le encanta el caballito a esta enana. Ven con la tía, anda. Que la mamá tiene resaca.

—¿Qué es eso?

Lo pregunta con ese tono infantil, curioso pero inteligente, que hace que no pueda evitar sentir un amor inmenso por ella. Froto mis ojos y me pongo en pie, llegando hasta los estantes y sacando el primer vaso que encuentro.

—¿Eso? Cosas de mayores. Ya lo sabrás cuando seas mayor, ya. Y de la primera te vas a acordar toda la vida, eso seguro. Por cierto, no me has contado nada de ayer. ¿Qué tal?

Tomo un sorbo de agua y me vuelvo a sentar, apoyándome sobre el respaldo de la silla y alargando mis piernas. Cierro los ojos y suspiro.

—Al principio fue horrible...todos mirándome y preguntándome...¡Ni que fuese un mono de feria!

—Cosas de burgueses, les encanta hacer eso. Ellos son de una clase y nosotras de otra, parece mentira, Blanca.

—Sí, pero luego...bueno, terminé fatal...hoy Esteban ni ha aparecido por las galerías...no sé si dije algo que no debía o...

—¡No ha aparecido porque él puede cogerse el día y dormir la mona y tú no! Que pareces boba.

Carmen nos observa como si estuviera en un partido de tenis. Sé que intenta captar algo de lo que decimos, lo veo en sus ojos, pero no entiende nada, es demasiado pequeña. Me hace gracia que sea así, tan despierta, queriendo ser tan adulta cuando ni siquiera llega a los tres años aunque los roza. Me cruzo de brazos y al hacerlo, veo de pasada mi reloj de muñeca. Debo volver a las galerías. No quiero llegar tarde porque aunque sea la jefa de taller, me siento constantemente atacada por Emilio. Me da la sensación de que controla todos mis movimientos. Esta mañana mismo ha bajado con la intención de ver como marchaba todo, porque no se fiaba de mí. Quizás solo actúa así porque Rafael se lo manda. Fue él quien me dijo que si lo de Esteban iba a más se encargaría de cortarlo, así que todo es posible. Me pongo en pie y cojo a Carmen en brazos.

—¿Nos vamos a casa de la abuela? ¿Eh?

—Oye, mañana no vengas. Tengo cosas que hacer.

Miro a Helena con ternura y me agacho hacia ella, dejando un beso en su mejilla. Asiento. Le diría que vaya con cuidado pero eso ya lo sabe. Me despido de ella y salgo a la calle. Carmen se agarra a mi vestido por la altura del hombro.

—Ma, quiero ir contigo...

—Cariño, sabes que no puede ser. Que ma trabaja en un sitio donde no dejan entrar a los niños.

Aprieta sus labios, en un gesto entre el enfado y el llanto. He intentado explicárselo infinidad de veces pero no es capaz de entenderlo, ella solo quiere estar conmigo todo el tiempo y no un par de horas al día, lo que comprendo perfectamente.

—¿Quieres que ma mañana vaya a casa de la abuela y cenamos juntas? Te hago lo que tú quieras.

—¡Sí! ¿Y cuento?

Una vida entre telaresDonde viven las historias. Descúbrelo ahora