XXXI

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Simón Vargas

Dicen que el tiempo sana heridas. Que nada es para siempre y algún día todos aprendemos a volar, dejamos el pasado en el pasado para avanzar de una forma hacia el futuro.

Mi futuro parecía ir bien, pero mi corazón por dentro me exigía mucho. No lograba convencerlo del todo respecto a la bellísima novia que tenía. Nath lo tenía todo: era hermosa, sus ojos verdes hipnotizaban a cualquiera, tan carismática que era casi imposible no querer pasar tiempo con ella, y con charlas interminables. Sólo había un detalle...

Nathalia no era Lu.

Lucía cada día se encargaba de hacerme sonreír sin darse cuenta, con cada una de sus ocurrencias y con sus bailes extraños cuando algo le salía bien. Simplemente era la luz en mi camino, sabía perfecto que ella era la persona con la que yo siempre quise estar. Era todo lo que yo buscaba. No podía torturarme atándome a alguien que no merecía que le diera un amor ordinario. Porque Nath merecía a alguien que la amara de verdad y yo no podía darle eso. El tiempo me hizo entender que la manera de sanar mis heridas era estando con Lu.

Y se lo iba a decir.

— ¿A dónde va tan emocionado? — preguntó Martín con una sonrisa.

— Al cine — frunció el ceño.

— Se le tiene en cuenta. Va al cine y no me invitó — me eché a reír y lo volteé a ver.

— No sea metiche, Marto. Hoy voy a hacer algo importante y usted no puede venir — asintió un poco confundido pero con esa misma sonrisa cómplice.

— Bien, diviértete. Y te pido un favor: Si ves una máquina de peluches, por favor me traes un pingüino.

— ¿Algún color en específico?

— Azul.

— Hecho.

Salí de la casa con mucho entusiasmo y me coloqué los audífonos, había decidido caminar. El frío bogotano golpeaba tímidamente mis mejillas pero no me molestaba en lo absoluto. Mis manos se encontraban en los bolsillos de mi suéter.

Cuando llegué al cine, me senté sobre las escaleras y me dispuse a llamar a Lu para avisarle que ya me encontraba esperándola. Pero justo en ese momento veo el nombre de Villamil en la pantalla de mi celular.

— ¿Qué más, papo? ¿Todo bien? — escuché un suspiro tras el teléfono.

— Mire, Moncho. Digamos que no todo está bien. Por eso le llamo — mi sonrisa desapareció.

— ¿Cómo así? ¿Qué pasó?

— Eh... alguien filtró las fotos de la sesión de balas perdidas. Con todo y el nombre del álbum — la sangre se me bajó a los pies.

— No me diga eso, perro. ¿Es broma? Porque si es un jueguito entre usted y Marto, déjeme decirle que no es gracioso.

— No, no es broma. Están circulando por todos lados, empezando por las redes de Lu — negué con la cabeza levantándome de donde estaba.

— No es cierto. Ella no fue. Jamás nos haría algo así.

— Véalo usted mismo. Lucía publicó las fotos y comunicó la fecha de estreno del álbum— tallé mis ojos con desespero. No podía ser.

— Lo llamo luego.

Colgué el teléfono y rápidamente entré al instagram de Lu. Era verdad: ella había publicado las fotos. Estaba dispuesto a irme de ahí pero justo la vi llegar, caminando tan naturalmente como si no hubiese hecho nada. Acomodando su cabello y revisando verse bien. Qué descaro.

Amor ordinario - Simón Vargas Donde viven las historias. Descúbrelo ahora