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Es como si Cindy y yo hubiésemos desechado todo lo malo, y siguiéramos siendo el uno para el otro. Supongo que es el hecho de saber que estamos aquí por nuestro hijo, y él es motivo suficiente para contentarnos.

—No has cambiado nada —digo—. Sigues tan hermosa como siempre.

—También te has conservado bien.

—No es cierto. Doy miedo.

Ella ríe.

—Cielos —dice Nathan, dejando escapar un enorme suspiro—, en verdad estaba nervioso por el reencuentro. Me alegra que no se odien.

—Eso nunca podría pasar —digo, sin apartar los ojos de Cindy.

—Ajá, y hace rato no dejabas de morderte las uñas —me da un suave codazo en las costillas.

—Mírense, parados juntos —dice ella, con ternura—. Son idénticos. Ojos, estatura e incluso la voz.

—Déjame ir por un cuchillo a la cocina para que quedemos más parecidos —bromea Nathan, entre risas, y Cindy lo regaña, pero me echo a reír también.

—¿Cómo estuvo el viaje? —pregunta ella.

—El cuello me está matando —respondo.

—La cena está casi lista. ¿Por qué no suben a desempacar, mientras tanto?

—Primero tienes que conocer a Ingrid, papá.

Mi corazón se acelera. Entonces los tres subimos a la alcoba de Nathan; y allí, dentro de una cuna, reposa una bebé con un mameluco rosa y un gorro con orejas de gato. Es el mismo sentimiento de cuando vi a Nathan por primera vez, en los brazos de su madre, en el Hospital Estatal de Wyoming.

—Papá —Nathan se echa a reír mientras rodea mis hombros, al verme llorar—, no recordaba que fueras tan sensible. Cálmate.

Cindy me abraza también, y limpio mi rostro con el antebrazo.

—Como ser padre por segunda vez, ¿no? —dice ella.

—¿Quieres cargarla? —pregunta Nathan, sacándola con cuidado de la cuna. La pequeña se mueve un poco, pero sin despertar del todo. Después me la entrega. La sostengo con cuidado, y siento mariposas en el estómago.

—Hola, mi niña —digo, acariciando su majilla. Ella sujeta mi dedo, y abre los ojos. Son azules como los míos. Siento un escalofrío. Una lágrima se desliza por mi mejilla—. Hola, Ingrid. Soy tu abuelo. Harold. Puedes llamarme Harry.

—No das tanto miedo como crees —dice Cindy, y procede a besar mi mejilla. No puedo dejar de sonreír.

Me quedo con ella un rato más, jugando y hablándole, mientras Cindy prepara la cena, y Nathan desempaca por mí. Es tranquila y no llora. Cuando sonríe, sonrío también.

Ingrid Duncan. Mi linda nieta. Siempre quise una hija, y, ahora con Maggie y ella, es como si las tuviera. No pierdo el tiempo, y le tomo muchísimas fotos. Le envío un par a Henry y Gloria, y les cuento sobre ella.

Prometo darle a Ingrid lo que no pude darle a Nathan. Seré un buen padre esta vez.

—Oye, recuerda que es mía —dice Nathan, entrando a la habitación, mientras juego a las muñecas con la pequeña.

—Lo siento, hijo, pero has pasado a segundo plano. Ella acaparará toda mi atención a partir de ahora.

—No me hagas competir con mi propia hija.

—No ganarías.

Ambos reímos.

—Pero en fin; sólo vine para avisarte que la cena está lista, y Sammy al fin llegó. Sus padres la acompañan. Deja que Ingrid duerma un poco, y baja a saludar.

MayorDonde viven las historias. Descúbrelo ahora