14. 𝙲𝚞𝚊𝚗𝚍𝚘 𝚞𝚗 𝚕𝚘𝚋𝚘 𝚜𝚎 𝚙𝚛𝚎𝚘𝚌𝚞𝚙𝚊

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La lluvia alejaba los olores de mi piel mientras corría calle abajo. Me distanciaba. Lo hacía todo lo dejos que mis piernas me lo permitían a la vez que las gotas me atizaban, lo hacían con crudeza, y no fui consciente de que ni siquiera me había llevado la chaqueta de cuero para evitar que la piel de mis brazos se protegiera de la gelidez. Pero estaba tan, tan herido por ver ese rostro de mi madre que, simplemente, fue mi primer impulso sin escuchar a nada ni nadie.

Ahora mismo no parecía aquel chico de veintitrés que parecía que el mundo le importaba una mierda, que podía darle una patada y encalarlo en cualquier tejado. En esta ocasión parecía que había vuelto a mis doce, cuando Aster Florens me amenazó en la salida del colegio con que me iba a teñir el pelo de excremento; odiaba mi cabello, era demasiado llamativo y le robaba el protagonismo a su color negro azabache. Y lo peor fue que lo hizo. Me echaron un cubo lleno hasta arriba desde lo alto del balcón, rompiendo el culo del objeto y quedándoseme como un collar de la vergüenza mientras me alejaba siendo un mar de lágrimas hasta mi casa.

Ese día también llovió, había tormenta.


Las nubes grises perla se terminaron de convertir en un gris carbón cuanto más me alejaba del pequeño conjunto de casas de madera, yéndome en dirección al bosque. Era el mejor lugar para evitar que la gente me persiguiera; en el caso de hacerlo; porque siempre decían que los lobos paseaban por la noche en aquellos parajes durante las tormentas. Siempre tormentas, nunca en días soleados; una estupidez. Simple y llanamente absurdo.

Sin embargo el viento no me detuvo pese sacudir mi ropa y mi cabello empapado, la lluvia no tuvo ninguna piedad en calar mis vestiduras y mi piel hasta congelarla, y mis gritos contenidos por la rabia estaban taponando mi garganta con la intención de salir en tropel en algún momento. Rabia, molestia, frustración, ira... Cualquier emoción afloraba en mi huida, a la vez que mi cabeza sólo se centraba en recordarme una y otra vez las palabras de mi madre y aquella cara de reproche para que hoy no volviera a casa.

Hasta que finalmente me cansé de correr. 

Las piernas me dolían horrores y en cuanto aflojé por un momento estuve a nada de caerme dentro de un charco que se interponía en mi camino. Terminé por dañarme la mano al sujetarme al tronco de un pino, clavándome parte de su madera y luego sacándomela; el daño estaba hecho y mi orgullo resquebrajado por haberla cagado. Otra vez. 

El cielo era una extensión de mis emociones actuales, una cúpula negruzca con momentos donde la iluminación blanca y amarilla eran representada por los truenos. El propio techo del mundo había vaticinado que las cosas iban a salir mal hoy, y por ello ahorró todas las energías suficientes hasta salir yo, cual incauto, por la puerta de mi propia casa. Aguardaría el momento, con paciencia, y después desataría su furia contra mi cuerpo para acentuar las dolencias internas que cargaría en esta descocada escapada sin reflexionar absolutamente nada. 


En cuanto entré a la primera cueva que encontré, me tiré contra el suelo de bruces. 

Estaba cansado, hambriento, herido, frustrado, empapado, congelado y con el corazón aporreándome en el tórax por no haberme detenido en casi ninguna ocasión. Mis piernas se unieron al reclamo. Pequeñas punzadas y entumecimientos se esforzaban por hacerse notar, enviando la información a mi cerebro, el cual no parecía estar demasiado dispuesto a reconocer aquella problemática que era más que obvia.

─Me cago en la puta... ─gruñí, dándole un puñetazo a la tierra que se me terminó metiendo parte del polvillo en los ojos─. ¡MALDITA SEA! ─exclamé en un grito, llevándome el dorso de las manos a los ojos. Dolían, escocían, y supuraban lágrimas por la reacción.

𝕷 y k a n [También en Inkitt]Donde viven las historias. Descúbrelo ahora