0. 𝙲𝚞é𝚗𝚝𝚊𝚖𝚎𝚕𝚘, 𝙴𝚟𝚎𝚛𝚎𝚝𝚝

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—¡Qué te follen, Jackson! —Le grité al teléfono antes de apagarlo por completo, y luego miré al hombre que estaba sentado en su asiento reclinable. Estaba incómodo, intentaba sonreír pese a salirle una mueca muy estúpida, y aguardó a que intentara relajarme—. ¿De qué estábamos hablando, Doc? —gruñí molesto.

—Estábamos hablando, antes de que te interrumpieran, sobre las pruebas de socialización y legislativas de mi asignatura —se acomodó las gafas y clavó su mirada castaña en mí—. ¿Mi tesis y estudios estaban en lo correcto?

—Ah, sí, eso... —resoplé hastiado, sacándome la cajetilla del tabaco y el hombre carraspeó—. ¿Puedo fumar? Necesito un pitillo.

—No, Everett —dijo con tono calmado antes de apoyar los codos sobre la mesa—. No está permitido fumar en la universidad, y lo sabes perfectamente.

No hice ni caso. 

Saqué el mechero de la chaqueta, me prendí el cigarro delante del hombre que arrugó el ceño, y lancé una bocanada de humo blanco. Estos malditos perros me ponían a veces de los nervios cuando se ponían en plan tocapelotas. 

—Era una pregunta de cortesía; iba a fumar de todos modos. De verdad que nunca aprendes de mí, Doc, muy mal —respondí con una sonrisa burlona mientras adoptaba una postura más cómoda en el horrible sofá color amarillo—. En fin, ¿y qué pasa con esa mierda de tu asignatura?

—Pregunté si toda la información que te di era correcta —insistió—. Eres el único, de entre los cinco estudiantes, que ha vuelto desde que os envié. Y ha pasado mucho, mucho tiempo.

El único tonto con suerte, pensé a mis adentros.

Ese viejales que tenía delante de mis narices era el Profesor Ericson, un friki de los lobos que todo el mundo admiraba por sus largos y aburridos estudios que no me molesté en leer ni una sola vez; hasta que llegó el momento de tirar de ellos. Aun así tenía que admitir que sabía muy bien de lo que hablaba, aunque yo por aquel entonces era un poco gilipollas y todo me la sudaba bastante. 

Putos lobos, malditos salvajes.

Qué bestias. Qué hombres, maldita sea.

El viejo Ericson era un señorón enjuto que le venía enorme la misma bata blanca de todos los días, con su barba recortada llena de canas, los ojos pequeños color castaño, y el cabello grisáceo que casi parecía tener vida propia. Un tipo de lo más insistente y apasionado en su área, los LYKAN, o también esas cosas de las que todo el mundo hablaba pero que nadie había visto en su vida: Los hombres lobo.

O puede que estuvieran muertos si no tenían la boca cerrada.

Tenía que confesar que yo era de esos que no se creía esa mierda. De hecho, en mi mente esas cosas eran tipos enormes, medio sebosos, perros con un montón de pelo por todo el cuerpo y unos auténticos salvajes que seguramente desconocían lo que era ducharse. Y mucho menos conocerían el jabón. Pulgosos, analfabetos, brutos, descerebrados... Claro, en el caso de que existieran. Pero estaba muy, muy equivocado de que esos LYKAN fueran eso que tanto me aferré a creer. 

El tiempo me demostró que sólo era un gilipollas prejuicioso que no sabía una mierda de su mundo, y ahora estaba jodido. 

Los licántropos eran una sociedad de lo más compleja, con un montón de estúpidas normas que tenías que conocer si no querías tener problemas muy gordos, palabras que seguramente se hubiera sacado un pardillo de internet y tantas, tantas cosas que me llevaron a cometer errores de lo más estúpidos.

Y el primero fue conocerle a él. 

—Tienes que hacer un par de retoques a tus papelorios, Doc —respondí después de dar una buena bocanada de aire y humo, a lo que el señor alzó sus cejas en señal de confusión.

—¿Mucho?

—Más de lo que crees —asentí muy confiado. Aprendí a conocer bien ese mundo, y necesité más de un milagro para que mi cabeza no la metieran en una bolsa. No debías de jugar con los lobos bajo ninguna circunstancia, por muy machos y sexys que te parecieran o estarías tan jodido como yo—. Me tomé la molestia de anotar toda esa porquería en varias libretas, así no te pasarás semanas dándome por el culo para preguntarme todo el rato. —Me giré hacia la bolsa, comenzando a rebuscar. 

¿Dónde coño estaban?

—Vaya... —murmuró el hombre. El profesor se puso de pie después de girar su asiento, agarró un cuenco donde dejaba los restos de sus lápices y fue corriendo hacia la mesa baja antes de que tirara la ceniza—. Siento mucho haberte dado una carga tan pesada, Everett. Sé que habían personas más cualificadas que tú para el puesto, pero...

—No te preocupes —le corté, consiguiendo sacar tres libretas bien gordas—. ¿Qué tal si empezamos?

El profesor Ericson se encaminó hasta el asiento y observó el gran ventanal del segundo piso, comprobando que la tormenta que había afuera iba para largo. Todo el mundo en este tonto pueblo de supersticiosos creía que las tormentas eléctricas de ese calibre significaban una sola cosa: Llegaban los lobos a la sociedad durante un tiempo antes de volver a su hogar.

Movió su mano sobre su barba, comenzando a acariciársela, como siempre hacía para pensar en algo y reparó en un detalle antes de girarse en mi dirección.

—¿Te está esperando o viene con los demás?

Le sonreí con aire malicioso. La gente siempre que hablaba de ellos solían definirlos como una panda de mafiosos, sensualones y grandotes, pero la realidad era que unos pocos afiliados a ellos sabíamos que las apariencias podían ser muy, muy engañosas. Si supieran que los licántropos, los de verdad, podían estar en cualquier lugar que les diera la gana, se pensarían más de una vez si querrían tener a uno cerca por demasiado tiempo.

Porque una vez que entrabas en su mundo era difícil salir; y de su manada imposible. A no ser que quisieras que a tus padres les enviaran tu cabeza en una bolsa de McDonald's.

—Él sabe lo que tiene que hacer, ya tiene las pelotas peludas para que yo vaya detrás como su niñera, Doc. —Di una profunda calada, la lancé con fuerza y aplasté el cigarro contra el cristal de la mesa. La cara del profesor me arrancó una gran sonrisa de satisfacción, pues quería que entendiera que las normas humanas a veces estaban para romperlas con el martillo adecuado—. ¿Estás seguro de que tienes tiempo? Va para largo.

Él puso los ojos en blanco y, finalmente, suspiró resignado. Era probable que pensara qué el haber estado con lobos me había vuelto incivilizado, pero estaba lejos de acertar de lo que era vivir en una sociedad como esa. Muy, muy, muy lejos.

—Está bien... Cuéntamelo, Everett, soy todo oídos. —Se sentó en su sillón y juntó las manos para dedicarme una mirada atenta—. Cuéntame lo que se siente vivir entre bestias y si las leyendas, las habladurías y mis tesis están en lo correcto.

—Luego no me llores de que no te lo advertí como aquella vez, Doc. —Saqué otro cigarro y volví a encenderlo—. Por cierto, no olvides que nunca estamos solos; siempre hay alguien más cerca de lo que crees.



Mi nombre es Everett Oak, soy un estudiante universitario de (ahora) veinticinco años y no creo en los putos hombres lobo. Bueno, ahora sí, pero para eso vas a tener que saber la historia desde el principio. 

Mucho antes de pertenecer a una manada. 

Mucho antes de aprender que no hay que jugar con ellos.

Mucho antes de conocer su mundo y sus estúpidas normas.

Y mucho, mucho antes de que mi lobo, Jade, me agarrara de las pelotas y ya no quisiera soltarme de su lado.

Además de obtener algo más interesante, capaz de levantar ampollas entre los lobos.

Qué se le va a hacer... ¡Soy un partidazo!

𝕷 y k a n [También en Inkitt]Donde viven las historias. Descúbrelo ahora