4. 𝙴𝚛𝚛𝚘𝚛 𝚝𝚛𝚊𝚜 𝚎𝚛𝚛𝚘𝚛

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Pasé prácticamente todo el sábado con una sensación muy extraña recorriéndome el cuerpo, mucho más allá de la obvia migraña y el efecto rebote de mi droga. Era algo distinto.

Noté que algo raro pasaba cuando mi propia madre me insinuó en saber, en cuanto fui a recogerla, si me había duchado siquiera después de haber vuelto de fiesta y, pese a decirle que sí, pareció dejarla muy confundida. Sin embargo yo no olía nada extraño más allá del champú mentolado y el gel de naranja, así que supuse que se estaría refiriendo a la pomada que apliqué en las pequeñas heridas del deltoides. Apestaba un poco, pero no para decírmelo con esa incomodidad en la voz.

Tras ese incidente, lo siguiente que le llegó fue la sensación de que alguien me perseguía constantemente cuando andaba por la calle. Sufría ligeros escalofríos y a veces un sudor frío bajaba por mi nuca cuando estaba demasiado tiempo estático en algún lugar. Pero no había nada cuando giraba a mirar, nunca. 

Temí estar volviéndome paranoico.

Lo mismo pasó el domingo en la mañana, cuando le avisé a mi madre que iba a estar dándome una ducha en el piso superior, dándole a entender que no hiciera nada que le resultara dificultoso o que necesitara ayuda; que me lo dijera después de salir.

La ducha duró sus tranquilos quince minutos sin ningún problema, e incluso tardé otros cinco para observarme mejor en el espejo del baño; analizando toda mi anatomía con el ceño fruncido. Mi piel siempre fue tan pálida como la de mi madre, y prácticamente teníamos pecas en lugares donde ella siempre tenía historias descabelladas donde, según me contaba cuando era niño, « eran las partes favoritas de una de mis parejas del pasado ». Yo pensaba en su momento que mi supuesta pareja era muy besucona, porque tenía demasiadas y en lugares muy escondidos. Después reparé en el cabello pelirrojo que heredé de mi padre, el cual ya estaba un poco largo y tendría que cortarlo algún día; además de la superficial barba mal formada que me encargaba de quitármela siempre que podía. Le siguieron los ojos grises de mi madre, y también la misma nariz recta junto a los labios finos. 

Era una mezcla bien generosa por parte de su genética, mas nunca obtuve la personalidad de ambos.

Mientras mi madre siempre tuvo ese aspecto de duendecillo —divertida, enérgica y activa—, y mi padre poseía cualidades acordes a su trabajo —diligencia, don de palabra y amabilidad—, yo sólo obtuve la cualidad de ser diligente cuando algo quería alcanzar. En este caso mi carrera, la cual fue la misma que estudió mi padre antes de... Bueno, cuando tuvo mala suerte trabajando.

Tras secarme y vestirme recibí la misma expresión confusa de mi madre por mi olor, aunque en esta ocasión me confirmó que no era tan fuerte como el sábado. Así que definitivamente tenía que ser eso, el apestoso potingue que me encargaba de utilizar para sanear las marcas de ese chiflado.

Ojalá alguien me hubiera dicho lo que me estaba haciendo Jade, pero no me enteré de ello hasta pasado un tiempo...

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Tras una semana ya superara sin demasiadas complicaciones, la rutina volvió a mi vida de una forma muy poco... agradable. Si se le podía decir de ese modo, claro. Habían días en los que me quería morir del cansancio, no acudí a las dos clases semanales del viejo Ericson, pasé parte de los momentos libres en adelantar deberes, estudiar un rato o darme un paseo por los alrededores para despejar la mente. 

Seguía conservando un ligero cosquilleo en el vientre cuando pensaba ese hombre. Masculino, sexy, sabía complacer en la cama y era salvaje; casi parecía una bestia en el cuerpo de un hombre que estaría alrededor o casi llegando a los treinta. Luego llegaba a pensar en esos gruñidos raros, el comportamiento controlador de decirme lo que podía o no hacer y, tras esto, todo se iba a la mierda. 

𝕷 y k a n [También en Inkitt]Donde viven las historias. Descúbrelo ahora