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Mientras Jeanette Anderson daba un masaje a su marido en la espalda,
Fred Peterson y su hijo mayor (su único hijo, ahora que Frankie había
muerto) recogían los platos y ponían orden en el salón y el estudio. Y
aunque había sido una reunión homenaje, quedaban casi tantas sobras
como después de una fiesta larga y muy concurrida.
Ollie había sorprendido a Fred. El chico era el típico adolescente
ensimismado que no recogía sus calcetines de debajo de la mesita de
centro a menos que se le repitiera dos o tres veces; esa noche, en cambio,
había ayudado con eficiencia y sin quejarse desde que Arlene, a las diez,
despidió al último invitado del interminable desfile de ese día. La
congregación de amigos y vecinos había empezado a decaer a eso de las
siete, y Fred albergaba la esperanza de que terminase a las ocho —Dios,
estaba tan cansado de tener que asentir cada vez que alguien le decía que
ahora Frankie estaba en el cielo…—, pero en ese momento se supo que habían detenido a Terence Maitland por el asesinato de Frankie y la
maldita reunión cobró nuevo impulso. El segundo ciclo casi había sido
una fiesta, aunque lúgubre. Fred había oído una y otra vez que a) aquello
era increíble; b) el Entrenador T siempre había parecido un hombre muy
normal, y c) la inyección en McAlester era lo mínimo que se merecía.
Ollie hizo innumerables viajes del salón a la cocina acarreando vasos y
pilas de platos y metiéndolos en el lavavajillas con una eficiencia que Fred
jamás habría esperado. Cuando el lavavajillas se llenaba, Ollie lo ponía en
marcha y enjuagaba más platos, que amontonaba en el fregadero para la
siguiente carga. Fred entró los platos que habían quedado en el estudio y
encontró aún más en la mesa del jardín trasero, adonde algunos de sus
visitantes habían salido a fumar. Debían de haber pasado por la casa
cincuenta o sesenta personas antes de que todo acabara por fin, los
vecinos, gente venida de otras partes de la ciudad para dar el pésame,
además del padre Brixton y sus diversos acompañantes (sus grupis, decía
Fred) de la parroquia de San Antonio. Llegaban y llegaban, una avalancha
de dolientes y mirones.
Fred y Ollie ponían orden en silencio, ambos abstraídos en sus
pensamientos y su dolor. Después de recibir condolencias durante horas —
y, en honor a la verdad, incluso las de los desconocidos eran sinceras—,
eran incapaces de compadecerse el uno del otro. Tal vez eso fuera raro. Tal
vez fuera triste. Tal vez fuera lo que las personas con vocación literaria
describían como «ironía». Fred, en su cansancio y aflicción, era incapaz de
reflexionar al respecto.
Mientras tanto, la madre del niño muerto permaneció sentada en el
sofá con su mejor vestido de seda para las ocasiones; las rodillas juntas,
las manos ahuecadas en torno a las gruesas mollas de sus brazos, como si
tuviera frío. No había despegado los labios desde que la última persona en
llegar —la anciana señora Gibson, la vecina de la casa contigua, quien,
como era de esperar, aguantó hasta el final— por fin se marchó.
«Ya se ha aprovisionado, ya puede irse», había dicho Arlene Peterson a
su marido tras cerrar la puerta de la calle y apoyar su mole contra ella.
Arlene Kelly era una esbelta preciosidad vestida de encaje blanco
cuando el predecesor del padre Brixton los casó. Tras dar a luz a Ollie seguía siendo esbelta y hermosa, pero de eso hacía diecisiete años.
Después del nacimiento de Frank había empezado a engordar y ahora
rayaba en la obesidad… Aunque Fred seguía viéndola bella y no se había
visto con ánimo de seguir el consejo del doctor Carhart tras el último
reconocimiento médico de Arlene: «Tú estás como para tirar otros
cincuenta años, Fred, siempre y cuando no te caigas de un edificio o te
metas bajo las ruedas de un camión, pero tu mujer tiene diabetes tipo dos y
necesita perder veinte kilos si quiere conservar la salud. Tienes que
ayudarla. Al fin y al cabo, los dos tenéis mucho por lo que vivir».
Pero ahora, con Frankie no solo muerto sino asesinado, la mayor parte
de aquello por lo que tenían que vivir resultaba absurdo e insignificante.
En la cabeza de Fred, solo Ollie conservaba su valiosa importancia
anterior, y sabía, incluso en su dolor, que Arlene y él debían tratarlo con
delicadeza en las semanas y los meses venideros. Ollie también sufría.
Ollie podía cargar con su parte (con más, en realidad) en el esfuerzo de
recoger las sobras de ese último acto de los ritos fúnebres tribales
dedicados a Franklin Victor Peterson, pero al día siguiente tendrían que
permitirle volver a ser de nuevo un adolescente. Le llevaría tiempo, pero
al final lo conseguiría.
La próxima vez que vea los calcetines de Ollie debajo de la mesita de
centro, me alegraré, se prometió Fred. Y romperé este silencio horrible y
antinatural en cuanto se me ocurra algo que decir.
Pero no se le ocurrió nada, y cuando Ollie, tirando de la aspiradora por
el tubo, pasó como un sonámbulo junto a él camino del estudio, Fred
pensó —no podía imaginar lo mucho que se equivocaba— que al menos
las cosas no podían empeorar.
Se acercó a la puerta del estudio y lo observó. Deslizaba la aspiradora
por la moqueta de pelo gris con la misma sobrecogedora e imprevista
eficiencia, dando pasadas largas y uniformes, primero en una dirección y
luego en la otra. Las migas de galletas Nabs, Oreo y Ritz desaparecieron
como si nunca hubieran estado allí, y por fin Fred encontró algo que decir.
—Ya me encargo yo del salón.
—No me importa —dijo Ollie.

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