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Cuando Ralph entraba en el vestíbulo del hospital, se cruzó con el
inspector ausente del departamento, que salía en ese momento. Jack
Hoskins era un hombre menudo, prematuramente canoso, con ojeras y capilares rojos en la nariz. Vestía aún su indumentaria de pesca —camisa y
pantalón de color caqui, ambos con muchos bolsillos—, pero llevaba la
placa prendida del cinturón.
—¿Qué haces aquí, Jack? Pensaba que estabas de vacaciones.
—Me han obligado a volver tres días antes —contestó él—. No hace ni
una hora que estoy en la ciudad. Todavía tengo en la camioneta la red, las
botas de goma, las cañas y la caja de señuelos. El jefe ha pensado que le
convenía contar al menos con un inspector de servicio. Betsy Riggins está
dando a luz en la quinta planta. El parto ha empezado a media tarde. He
hablado con su marido y dice que va para largo. Como si él lo supiera. En
cuanto a ti… —Se interrumpió para mayor efecto—. En menudo lío te has
metido, Ralph.
Jack Hoskins no se esforzó en disimular su satisfacción. Un año antes
Ralph y Betsy Riggins habían tenido que rellenar un formulario de
evaluación rutinario sobre Jack cuando este era candidato a un aumento de
sueldo. Betsy, la inspectora con menos antigüedad, puso todo lo que se
esperaba de ella. Ralph devolvió el suyo al jefe Geller después de escribir
solo dos palabras en la casilla correspondiente: «No opino». Eso no
impidió a Hoskins recibir su aumento, pero en cualquier caso era una
opinión. En principio, Hoskins no vería los formularios de evaluación, y
quizá no los vio, pero sin duda había llegado a sus oídos la respuesta
escrita por Ralph.
—¿Has pasado a ver a Fred Peterson?
—Pues sí. —Jack torció el labio inferior y se apartó de un soplido un
mechón de pelo de la frente—. En su habitación hay muchos monitores, y
en todos se ven líneas planas. Dudo que vuelva.
—En fin, bienvenido.
—Vete a la mierda, Ralph. Aún me quedaban tres días, el róbalo
abundaba, y ni siquiera voy a poder quitarme esta camisa, que apesta a
tripas de pescado. Me han llamado Geller y el sherif Doolin, los dos. He
de ir hasta ese páramo conocido como municipio de Canning. Según tengo
entendido, tu colega Sablo ya está allí. Seguramente no llegaré a casa
hasta las diez o las once.

Ralph podría haber dicho «¿Qué culpa tengo yo?», pero ¿a quién iba a
culpar ese oportunista que no servía para casi nada? ¿A Betsy, por
quedarse embarazada en noviembre del año anterior?
—¿Qué pasa en Canning?
—Unos vaqueros, unos calzoncillos y unas zapatillas. Los ha
encontrado un chico mientras buscaba lecheras para su padre. Además de
un cinturón con la hebilla con forma de cabeza de caballo. Naturalmente,
la unidad móvil del laboratorio de criminología ya estará allí, y mi
presencia será tan útil como unas tetas en un toro, pero el jefe…
—Habrá huellas dactilares en la hebilla —lo interrumpió Ralph—. Y
puede que también marcas de los neumáticos de la furgoneta, o del
Subaru, o de los dos.
—No quieras enseñar el padrenuestro al obispo —advirtió Jack—. Yo
llevaba ya una placa de inspector cuando tú aún ibas de uniforme. —El
subtexto era: «Y seguiré llevándola cuando tú estés trabajando de segurata
en un centro comercial de Southgate».
Se marchó. Ralph se alegró al verlo alejarse. Solo lamentaba no poder
ir al municipio de Canning él personalmente. En ese momento cualquier
prueba nueva podía ser muy valiosa. La parte buena era que Sablo ya
habría llegado y supervisaría la labor de la Unidad Forense. Habrían
terminado la mayor parte del trabajo antes de que Jack llegase y pudiese
estropear algo, como había ocurrido ya dos veces que Ralph supiera.
Primero fue a la sala de espera de la sección de maternidad, pero todos
los asientos estaban vacíos, así que supuso que el parto se había acelerado
más de lo que Billy Riggins, nervioso y novato en esas cuestiones, preveía.
Ralph abordó a una enfermera y le pidió que transmitiera sus buenos
deseos a Betsy.
—Lo haré en cuanto tenga ocasión —contestó la enfermera—, pero
ahora mismo está muy ocupada. Ese hombrecito tiene prisa por salir.
Ralph vio por un instante el cuerpo violado y ensangrentado de Frank
Peterson y pensó: Si ese hombrecito supiera cómo es este mundo, se
resistiría a salir.
Cogió el ascensor y bajó dos plantas, a la unidad de cuidados
intensivos. El último miembro de la familia Peterson ocupaba la habitación 304. Una gruesa venda le envolvía el cuello, y llevaba collarín.
Se oía el resuello de un respirador; dentro, un artilugio parecido a un
acordeón se contraía y se expandía. No había flores (Ralph creía recordar
que en las unidades de cuidados intensivos no estaban permitidas), pero un
par de globos mylar, atados a los pies de la cama, flotaban cerca del techo.
Exhibían alegres palabras de ánimo que Ralph prefirió no mirar. Escuchó
el resuello de la máquina que respiraba por Fred. Observó aquellos
gráficos planos y recordó el comentario de Jack: «Dudo que vuelva».
Cuando se sentó en la cama lo asaltó un recuerdo de sus años de
instituto, los tiempos en que Ciencias de la Tierra y Medio Ambiente se
llamaban Ciencias Naturales. Estaban estudiando la contaminación. El
señor Greer había sacado una botella de agua mineral Poland Spring y la
había vaciado en un vaso. Invitó a una alumna —Misty Trenton, la de las
encantadoras minifaldas— a acercarse a la tarima y le pidió que bebiera
un sorbo. Ella así lo hizo. El señor Greer cogió a continuación un
cuentagotas y lo introdujo en un tintero. Echó una gota en el vaso. Los
alumnos observaron, fascinados, cómo aquella única gota se hundía
dejando en su estela un tentáculo de color añil. El señor Greer movió el
vaso con suavidad a uno y otro lado, y pronto el agua se tiñó de un azul
tenue. «¿Beberías ahora?», preguntó a Misty. Ella negó con la cabeza tan
categóricamente que se le desprendió una horquilla, y todos, Ralph
incluido, se rieron. Ahora no se reía.
No hacía ni dos semanas la familia Peterson no tenía el menor
problema. De pronto cayó la gota de tinta contaminante. Podría pensarse
que en este caso la gota fue la cadena de la bicicleta de Frankie Peterson,
que el niño habría llegado sano y salvo si la cadena no se hubiese roto;
pero también habría llegado a casa sano y salvo —solo que empujando la
bicicleta en lugar de montado— si Terry Maitland no hubiese estado
esperándolo en el aparcamiento de la tienda de alimentación. La gota de
tinta era Terry, no la cadena de la bicicleta. Terry había contaminado y
después aniquilado a toda la familia Peterson. Terry o quienquiera que
llevase puesto el rostro de Terry.
«Pero si eliminamos las metáforas», había dicho Jeannie, «queda lo
inexplicable. Lo sobrenatural».

Solo que eso no es posible. Lo sobrenatural puede existir en los libros
y las películas, pero no en el mundo real.
No, no en el mundo real, donde borrachos incompetentes como Jack
Hoskins recibían aumentos de sueldo. Toda la experiencia de Ralph en sus
casi cincuenta años de vida desmentía esa idea. Desmentía la posibilidad
misma de algo así. No obstante, mientras estaba allí sentado mirando a
Fred (o lo que quedaba de él), tuvo que reconocer que había algo de
diabólico en la forma en que se había propagado la muerte del niño,
llevándose no solo a uno o dos miembros de su familia nuclear sino a
todos, del primero al último. Y los Peterson no eran los únicos
perjudicados. Nadie dudaba de que Marcy y sus hijas cargarían con las
cicatrices durante el resto de su vida, tal vez incluso con incapacidades
permanentes.
Ralph podía decirse a sí mismo que daños colaterales similares se
producían después de toda atrocidad. ¿Acaso no lo había visto él mismo
una y otra vez? Sí. Lo había visto. Sin embargo este caso, por alguna
razón, resultaba muy personal. Casi como si esas personas hubiesen sido
elegidas con ese fin. ¿Y qué podía decirse del propio Ralph? ¿No era él
parte de los daños colaterales? ¿Y Jeannie? Incluso Derek, quien a su
regreso de las colonias descubriría que muchas cosas que hasta ese
momento daba por sentadas —el empleo de su padre, sin ir más lejos—
ahora peligraban.
El respirador resollaba. El pecho de Fred Peterson subía y bajaba. De
vez en cuando emitía un sonido denso extrañamente parecido a una risa.
Como si todo aquello fuera una broma cósmica pero hubiera que estar en
coma para entenderla.
Ralph no aguantó más. Salió de la habitación, y para cuando llegó al
ascensor casi corría.

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